Salir de la guerra mexicana: apuntes para un programa de investigación
Son alrededor de treinta hombres. Todos, a decir de Alfredo Ríos (alias El Komander), “bien empecherados, blindados y listos para ejecutar”. Uno llama la atención del resto, y pide repetir las palabras de quien va a hablar. A lo lejos, se escucha el insistente ladrido de un perro. Empieza la plegaria: “Alabado sea mi señor / entrena mis dedos / para la guerra / y mis manos / para la batalla. / Eres mi baluarte / mi gloria, salvación y honor. / Por los siglos de los siglos. Amén.” Después de la solemnidad, alguien espeta un festivo “¡Que viva el cartel del Golfo!”; y el resto, mexicanos al fin, corean: “¡Viva!” Uno que otro aplauso; y a lo lejos, el perro que no ha dejado de ladrar.
Se trata de apenas la más reciente manifestación de lo que muchos, algunos con más seriedad que otros, han llamado narco-cultura. El término no discrimina. Narco-cultura es una camioneta de ocho cilindros blindada y con vidrios polarizados; es joyería ostentosa con forma de rifles de asalto, o rifles de asalto reales con joyería ostentosa incrustada; son los corridos de Los Buchones de Culiacán, que lo mismo amenizan una fiesta en honor de un capo dentro de una cárcel de máxima (sic) seguridad, o se utilizan como música de fondo para un vals en una fiesta de quince años… Pero por encima de todo esto, la narco-cultura es aquello que, en una comunidad desgarrada, ha brindado un marco referencial para la vida de cientos de miles (acaso millones) de mexicanos. Aquello que, en palabras de Pierre Rosanvallon (2013: 295), implica gobernar, es decir, “hacer inteligible el mundo, dar instrumentos de análisis y de interpretación que permitan a los ciudadanos manejarse y actuar de manera eficaz”.
En diciembre de 2007, el entonces presidente Calderón declaró una “guerra sin cuartel” contra las organizaciones del crimen organizado. Aunque posteriormente buscaría modificar el discurso, entonces fue muy claro: “no podemos coexistir con el narco, son ellos o nosotros”. A partir de entonces, como se sabe, la violencia se expandió considerablemente por todo el territorio nacional. La información del INEGI reporta un incremento exponencial en el número de homicidios a nivel nacional a partir de 2007 – año en el que, de hecho, se registró un número más bajo que en cualquiera de los quince años previos. De alrededor de 8 mil asesinatos, se pasó a 14 mil en 2008, llegando a un máximo histórico de 27 mil en 2011. Desde entonces, no se ha logrado bajar de la barrera de los 20 mil homicidios anuales.[1] Más aún, es previsible que este año se registre un repunte a los niveles de 2011.
Hace algunas semanas, hubo cierta polémica en los medios de comunicación con motivo de la divulgación del reporte anual sobre conflictos armados en el mundo, elaborado por el británico Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS, por sus siglas en inglés), en cuyas conclusiones afirmó que México es el segundo país del mundo con más homicidios intencionales, con 23 mil casos reportados en 2016. Esta estadística sólo es superada por Siria que, como se sabe, vive sumida en una guerra civil desde hace seis años y que ha provocado la crisis humanitaria más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el número de muertes violentas en México es considerablemente mayor al registrado en Irak, Afganistán y Yemen (los siguientes lugares en el ranking), países con importante presencia de milicias armadas y sujetos a constantes bombardeos por parte de potencias regionales y globales; y al de Somalia y Sudán del Sur, que encabezaron el Índice de Estados Frágiles de 2016 (Fondo para la Paz, 2016).
No sólo el gobierno mexicano, sino varios analistas, cuestionaron con razón las conclusiones del estudio, haciendo notar la imposibilidad de comparar la violencia en los países en cuestión por medio de la utilización de datos absolutos. Alejandro Hope (2017), experto en asuntos de seguridad, fue muy claro al respecto: “México tiene tres veces más población que Irak, cuatro veces más que Afganistán, y seis veces más que Siria. Ajustando por esas diferencias, resulta que la probabilidad de morir asesinado en Irak o Afganistán es tres veces mayor a la que se enfrenta en México. ¿Y en Siria? Doce veces mayor”. Ahora bien, el propio Hope reconoce que el poco rigor estadístico del IISS no es motivo de consuelo para México. Sin embargo, su conclusión sí que parece buscar la consolación: “México es un país extraordinariamente violento, pero no es un país en guerra”.
Vale la pena preguntarse por la reticencia a nombrar como “guerra” al ejercicio generalizado de la violencia que se vive en México desde hace al menos una década. Es posible que la naturaleza irregular de los bandos en conflictos, así como una aparente ausencia de una lucha formal por el poder político, puedan llevar a pensar en la situación simplemente como una epidemia de violencia criminal en gran escala. No obstante, considero que se trata de una aproximación inexacta. Esta apreciación puede ser respaldada por diversas definiciones sobre qué es y en qué consiste una guerra. Por ejemplo, desde 2010 el Instituto de Heidelberg para la Investigación sobre Conflictos Armados (HIIK, por sus siglas en alemán) ha calificado anualmente la situación de violencia en México como una guerra, en vista de los enfrentamientos violentos generalizados y el alto número de víctimas fatales consecuencia de éstos. Otro ejemplo: Istvan Kende (citado en Waldmann y Reinares, 1999: 13) define como “guerra” a cualquier conflicto que reúna al menos tres características:
Considerable magnitud, con muchas personas involucradas y una elevada tasa de víctimas mortales;
Enfrentamiento entre dos o más bandos armados, siendo al menos uno de ellos las fuerzas de seguridad del Estado;
Todos los bandos en conflicto cuentan con determinado grado de coordinación de las acciones militares.
Y un tercer ejemplo, que proviene de la definición de “guerra de baja intensidad”, i.e., aquella donde no hay necesariamente una subordinación a la “razón de Estado” sino a cualesquiera fines posibles y se borra por completo la frontera entre combatientes y civiles (Waldmann, 1999: 35).
A la luz de estos tres ejemplos, el sustantivo a usar para describir la situación mexicana debería ser evidente. Y si no lo es, no hay más que revisar el referido discurso del ex presidente Calderón, quien con todas sus letras se refirió a su política pública de combate contra el crimen organizado como una “guerra”. En última instancia, ¿por qué es necesaria una discusión sobre el término que habrá de utilizarse para describir algo en que la sociedad puede coincidir que es inaceptable? Lanzo aquí una hipótesis explicativa preliminar: porque a menudo los diagnósticos llevan aparejada una solución. Me explico. Concebir la situación de la violencia en México como una mera epidemia de violencia criminal – más o menos grave, según con qué se le compare – conlleva necesariamente como parte integral de la solución la política oficial de los últimos dos gobiernos: enviar contingentes del Ejército, la Marina y la Policía Federal a todo aquél rincón de la geografía nacional en el que un acontecimiento ponga en evidencia la ausencia del Estado.; para “restablecer” el Estado de derecho.
Foto de Enrique Castro Sánchez.
Fernando Escalante (2017) atinadamente señaló, en un reciente texto con motivo del décimo aniversario del inicio de ese conflicto, que “la definición oficial tiene consecuencias. En la práctica, significa una repentina, radical deslegitimación de formas de poder social [especialmente en el ámbito local] que no por eso desaparecen”. Por tanto, esta deslegitimación exige la construcción de nuevas prácticas y formas de poder social que las reemplacen. Este proceso crea necesariamente un espacio de incertidumbre, en el cual los distintos actores sociales todavía no logran descifrar qué formas de poder social se mantienen vigentes, y por ende se provoca una dependencia inmediata de la violencia. De otra forma, el propio Escalante (1999) había adelantado este diagnóstico mucho antes de la declaración de guerra del presidente Calderón, al estudiar el resquebrajamiento de los mecanismos de gestión del conflicto político como consecuencia de la transición de la década de los noventa, que culminó con la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Escribió entonces el sociólogo: “Sigue sin existir, de manera definitiva, el Estado como autoridad incondicionada: las leyes, muchas de ellas, siguen siendo impracticables. Pero ya no puede contarse con la eficacia de los mecanismos tradicionales de gestión del conflicto, que dependían del partido” (1999: 305).
En contraste, asumir la situación mexicana como una guerra conlleva reconocer su capacidad para la destrucción de un(os) orden(es) social(es) que – legalmente o no – daba(n) certidumbre a las diversas fuerzas que competían por los espacios de poder – dentro o fuera de los aparatos del Estado. Lo que es más, asumir el compromiso de enfrentar sus consecuencias: un trastocamiento y alteración radical en las relaciones entre Estado y sociedad. Porque mientras caían abatidos los capos y se desarticulaban los grandes cárteles para dar pie a una nociva atomización del crimen, también se erosionaba la de por sí limitada confianza que la sociedad depositaba en los diversos órganos del Estado. Así, la Encuesta Nacional de Identidad y Valores 2015 elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), reportaba una evaluación por debajo de 5 (en una escala del 1 al 10) para los tres poderes de la Unión (Flores, 2016: 284-287). Más aún, la confianza social de los mexicanos refleja también un progresivo deterioro.
Decía con razón Luis Villoro (cit. en Núñez Rodríguez, 2016: 50) que “el hombre necesita resguardarse de la inseguridad, pero también del sinsentido. Para aceptar de buena gana un orden de dominación, requiere que le muestre cómo su pertenencia a él dota a su vida de un sentido”. Tanto las estadísticas que reporta el INEGI con respecto a la confianza social e institucional, cuanto la postal anecdótica que inaugura este texto, reflejan dos caras de una misma moneda. Por un lado, la incapacidad del autoproclamado Estado de derecho para dotar de certidumbre y sentido las vidas de millones de mexicanos; por otro, la violencia generalizada desatada por los ataques a los esquemas de distribución y ejercicio del poder social amparados por el crimen organizado, que luchan por reposicionarse de cara al futuro.
Terminar con la guerra mexicana, entonces, exige algo más que nuevas políticas en materia de seguridad pública, o incluso que nueva legislación sobre el papel de las fuerzas armadas en la seguridad interior. Exige pensar en lo que el sociólogo francés Michel Wieviorka (2016: 92) ha llamado la “salida de la violencia”, i.e., ese proceso que “comienza cuando la violencia real ha terminado, o es posible preparar su final por medio de vías distintas a las que esta ofrece”. Wieviorka, estudioso de la violencia desde hace décadas, comenzó apenas hace unos años a plantear el concepto de “salida de la violencia” como punto de partida para un nuevo programa de investigación teórica para las ciencias sociales. De acuerdo con este autor, la salida de la violencia debe darse en al menos cuatro niveles de análisis, que a pesar de que en la realidad están constantemente traslapados, conviene identificarlos analíticamente de forma separada: individual; comunitario o de grupo social; nacional; e internacional (Wieviorka, 2016: 96). Implica necesariamente, y esto es lo más complicado, comprender la dimensión de los procesos de des-subjetivación y subjetivación que estuvieron presentes durante el ejercicio de la violencia, es decir, identificar y reconocer culpables y víctimas.
Es posible decir que con los juicios de Núremberg después de la Segunda Guerra Mundial se inaugura una práctica en lo que se refiere a salidas de la violencia. A partir de entonces, el final de guerras civiles o internacionales, así como la caída de dictaduras y regímenes autoritarios en diversas latitudes, ha traído frecuentemente aparejado el establecimiento de instituciones de justicia transicional, cuya intención no sólo es aclarar el funcionamiento de esos procesos de subjetivación y des-subjetivación durante periodo de violencia, sino también conformar un marco referencial que posibilite la coexistencia futura de una sociedad, e.g., tribunales especiales y comisiones de la verdad. La inquietud de Wieviorka no es, entonces, la ausencia de mecanismos para salir de la violencia, sino la relativa escasez de estudios teóricos sobre el proceso.
Así, considero que la situación de violencia en México plantea una oportunidad interesante para dar partida a un programa de investigación de esa naturaleza. Uno que reconozca los alcances destructivos de esta guerra en el marco de las relaciones entre el Estado y ña sociedad, que evalúe en primer lugar cómo se desenvuelve esta relación en sistemas donde las fuentes de poder social no están necesariamente concentradas en la estructura estatal y, después, cómo es posible replantearlas para salir de la violencia. Por lo pronto, se han dejado aquí algunas anotaciones preliminares para tal efecto. No queda más que dedicarse a ello.
[1] Se trata de la estadística absoluta reportada por el INEGI bajo el rubro “Defunciones por homicidio”.
Referencias
Escalante, Fernando (1999). El orden de la extorsión: las formas del conflicto político en México. En P. Waldmann y F. Reinares, Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos en Europa y América Latina. Barcelona: Paidós.
Escalante, Fernando (2017). La guerra confusa. Nexos. Consultado en: https://goo.gl/Vch7sJ
Heidelberg Institute for International Conflict Research (2010). Conflict Barometer 2010. Consultado en: https://goo.gl/MhpXv9
Hope, Alejandro (2017). Esto no es Suiza y esto no es Siria. El Universal. Consultado en: https://goo.gl/YhE8nO
Núñez Rodríguez, Carlos Juan (2016). Genealogía del Estado desde América latina. México: CIALC / UNAM.
Sampaio, Antonio (2017). Mexico’s spiralling murder rate. IISS Voices. Consultado en: https://goo.gl/5i2jK8
The Fund for Peace (2016). Fragile State Index 2016. Consultado en: http://fsi.fundforpeace.org
Waldmann, Peter (1999). Guerra civil: aproximación a un concepto difícil de formular. En P. Waldmann y F. Reinares, Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos en Europa y América Latina. Barcelona: Paidós.
Waldmann, Peter y Reinares, Fernando (1999). Introducción. En P. Waldmann y F. Reinares, Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos en Europa y América Latina. Barcelona: Paidós.
Wieviorka, Michel (2016). Salir de la violencia. Una obra pendiente para las ciencias humanas y sociales. Revista Mexicana De Ciencias Políticas Y Sociales, LXI(226), 89-106.