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Pablo Carrizo

Caliliú


Ilustración: Verónica Mammana.



Al fondo de barrio Hipólito Yrigoyen, mi abuelo cantó en hueso su alegría. Año 1951 o 1952. Código postal 5008. Con diez años de edad, cuatro hermanos, casa con piso de tierra, mejillas arenosas; mi abuelo cantó en hueso su alegría.


El llamado cotidiano de sus amigos, entre los que estaba Caliliú, lo llevaba tarde a tarde a su verdadera casa, donde podía mirar el jugo del tiempo, donde podía soltar el oficio de su cuerpo: una cancha de fútbol.


En Hipólito, aquel raleado caserío pegado de un lado a la ciudad de Córdoba y del otro a las viejas quintas, la cancha ocupaba una apaisada centralidad. La cancha se llamaba “La chelquera”, porque entre sus piedritas, durante la siesta, desfilaban pequeñas lagartijas brillantes como peces.


Era un reducto neto –político- de creaciones y combates. Un claro de tierra pulida entre las filas de casuchas. Un patio de aire.


“Si me dan un rato con una pelota y aquellos atorrantes de nuevo en ‘La chelquera’, me doy por hecho”, me susurró mi abuelo hace unos días. Estaba medio averiado. Y un pico de fiebre, se sabe, a veces desenmascara al niño de nuestro fuego. “Es que quisiera verlo a Caliliú cortar la cancha, pasar dos o tres rivales como agüita, reírse mientras lo hace”.


Caliliú se llamaba Carlos Leiva. En el barrio le decían primero Carli, después le empezaron a decir Cali y finalmente le quedó el mote de Caliliú.


Mi abuelo me contó que cuando Caliliú veía una pelota de fútbol, le empezaban a serpentear sus pies y su cintura. “Era un pájaro con tobillos”.


Cuando Caliliú jugaba, le entraba un hambre de irse que no se ajustaba a la temperatura de los partidos. No le importaba hacer goles ni ganar. Los pasaba a todos, llegaba hasta la puerta del arco, esperaba unos segundos y volvía. Riéndose de los otros, de sí mismo. En un baile incorrecto, poseído por su destreza.


“Ahora que estoy así Pablo, pienso en eso solamente. En jugar un rato. En darle la pelota a Caliliú y esperar que suceda algo. Quisiera silbarle otra vez cuando me desmarco, sabiendo que no me la va a tocar”, me dijo el viejo.


Mientras mi abuelo hablaba, yo observaba los callos de sus manos pulidos por horas de trabajo y desencantos. La palabra Caliliú le salía de su garganta como el sonido de un abrazo amistoso.


Mientras mi abuelo hablaba, yo sentía: un amigo puede ser el héroe de una tarde. Una tarde puede ser el bramido interior de una vida. Un amigo puede ser música en hueso. Riendo con tu boca.


 

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