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Jorge Díaz Gallardo

De la aniquilación y la muerte estetizada... o del apocalipsis apolítico



El mito más difundido en nuestros días es la destrucción apocalíptica que llegará el día de mañana, el lunes próximo. Sin embargo, el mito no es tan cercano a nosotros, sino que su arqueología se remonta hasta el siglo XIX, es allí donde el mito de la destrucción mundial tiene sus raíces. Pero, la semilla que dio paso al jardín mítico-apocalíptico, fue sembrada un siglo antes por Jean Jacques Rousseau.


Recordemos el siglo XVIII, época que marchó al ritmo del imperativo kantiano: ¡Sapere aude! (2099: 83); promesa de un mundo mejor, al cual justamente sólo le faltaba eso: saber. El optimismo teórico sabía que siguiendo la máxima socrática, “conócete a ti mismo”, la humanidad podría llegar a un nuevo estado, donde ni el mal ni la barbarie serían posibles, incluso, ni siquiera pensables. Allí donde la razón arrojara su luz, comenzaría la Ilustración.


Sin embargo, nosotros, fuera de aquella nostálgica ingenuidad, sabemos que no fue así; sabemos que la razón justificó y promovió los más duros golpes contra la humanidad; sabemos que en lo profundo de la dinámica ilustrada uno de los engranajes tiraba a contra, es decir, sabemos que la razón, y todos su proyectos, tendían a la dominación. Tal y como mencionan los autores de la Dialéctica de la Ilustración, de aquella muy difundida y aceptada tesis sobre el saber y el poder:


Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es la manera de servirse de ella para dominarla por completo; y también a los hombres. Nada más que eso. Sin consideración hacia sí misma, la Ilustración ha consumido hasta el último resto de su propia autoconciencia. Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para triturar los mitos (Adorno y Horkheimer, 2013: 20).


La tarea de la razón a partir de este momento es saber para dominar. Y no sólo eso. También ahora sabemos que esa época de gran esplendor, ese Siglo de las Luces, se alimentaba de una gran injusticia: la explotación de la mayoría para el disfrute de unos pocos. Toda la cultura que se fundó en el optimismo teórico, en su proyecto hacia el progreso, hacia el bien, fue una hipocresía, pues no aceptaba que sus grandes logros estuvieron fundados – deshonrados – sobre la esclavitud. Nietzsche lo vio claramente:


Nótese esto: la cultura alejandrina necesita un estamento de esclavos para poder tener una existencia duradera: pero, en su consideración optimista de la existencia, niega la necesidad de tal estamento, y por ello, cuando se ha gastado el efecto de sus bellas palabras seductoras y tranquilizadoras acerca de la dignidad del ser humano y de la dignidad del trabajo, se encamina poco a poco hacia una aniquilación horripilante (2012: 179).


La aniquilación horripilante, el gran desierto del nihilismo, el desastre planetario que comenzó con la I Guerra Mundial y que alcanzó su paroxismo en los campos de concentración nazi. Pero dejemos esto por el momento. Volvamos con Rousseau.


Ahora, ¿por qué hemos dicho que fue Rousseau quien sembró la semilla del mito de la destrucción apocalíptica? Debemos considerar que una tesis que dice que el mal y la corrupción del hombre tienen su origen en la cultura y las artes – la presea de la cultura ilustrada –, es una tesis que no puede más que prever la destrucción total de la humanidad bajo la dinámica ejecutada hasta ese momento, la dinámica de la razón. Ésta no ha traído más que desigualdad e injusticia al hombre, es causa de su propia ruina, así lo dicta Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres:


La extrema desigualdad en el modo de vivir, el exceso de ociosidad en los unos, el exceso de trabajo en los otros, […], los alimentos demasiado rebuscados de los ricos, […], la mala alimentación de los pobres […], las vigilias, los excesos de todo tipo, los arrebatos inmoderados de las pasiones todas, la fatiga y el agotamiento del espíritu, los disgustos y las penas sin número que han soportado en todos los estados y que continuamente roen la almas: he aquí las funestas pruebas de que la mayoría de nuestros males son obra nuestra y los habríamos evitado casi todos si hubiésemos conservado del modo de vida simple, uniforme y solitario que nos prescribió la naturaleza. (2005: 127).


Si la razón es la culpable de toda la desgracia de la humanidad, también lo son sus creaciones. Lo son la cultura, el arte y la ciencia; lo son la ley, la educación y la moral; lo son la Ilustración, este ensayo e incluso el mismo Rousseau. En sus palabras: “Si nos ha destinado a ser sano, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza y que el hombre que medita es un animal depravado” (2005: 128). En lugar del hombre culto e ilustrado – dice Rousseau – el buen salvaje.



El Romanticismo, opositor de la Ilustración, heredero del buen salvaje. En este periodo echó raíces el árbol mítico-apocalíptico, queriendo socavar los fundamentos de la sociedad recientemente industrializada; los valores de la nueva clase dominante, la burguesía; extinguir el grisáceo mundo de las finanzas; eliminar el infame arte decorativo, “mercantil”. Los románticos veían cómo estos nuevos principios dinamitaban todo lo que alguna vez fue sagrado para el hombre, concluyendo en la paradigmática Muerte de Dios. Este hecho fue narrado primeramente por el romántico Jean-Paul Richter en 1790, en el Discurso de Cristo muerto desde lo alto del Edificio del Mundo: no hay Dios, donde Jesús es el mesías del nuevo pesimismo de la época, entonando estas palabras:


He recorrido los mundos, subí a los soles y volé con las vías lácteas a través de los desiertos del cielo, pero no hay Dios. Bajé, lejos y profundo, hasta donde el Ser proyecta su sombra, miré al abismo y grité: (“¡Padre!, ¿dónde estás?¿”), pero sólo escuché la eterna tempestad que nadie gobierna… Y cuando alcé la mirada hacia el cielo infinito buscando el ojo de Dios, el universo fijó en mí su órbita vacía, sin fondo”. (Richter en Vilalta, 2011: 73).


Durante los procesos de “capitalización” del siglo XIX, encontraremos una literatura subversiva que opta por un nuevo inicio o la destrucción definitiva, tal y como se anuncia con Richter, Gerard de Nerval o Charles Baudelaire, por citar algunos autores donde el mito apocalíptico encontró su cenit. Por ello, toda esa literatura, ese espíritu romántico, busca refrenar por los medios que sean el progreso, el cual se alza como una pesada loza de hierro en el cielo. Tal y como menciona George Steiner en El castillo de Barba Azul: “[…] nace un característico contra sueño, la visión de la ciudad devastada, las fantasías de invasiones escitas y vándalos, los corceles de los mongoles apagando su sed en las fuentes de los jardines de las Tullerías. […]. La fantasía romántica […], la vengadora promesa de [que] nada quedará de las grandes ciudades salvo los vientos que soplan a través de ellas” (2001: 36-37). Toda esa fantasía romántica se cumplió.


Las dos guerras mundiales alimentaron el pesimismo, nutrieron al mito apocalíptico, pues las esperanzas acumuladas desde las generaciones que vieron un nuevo amanecer en la promesa que significó la época de 1789, se habían debilitado… pero aún vivían. Pasando estas dos catástrofes sobrevino una nueva esperanza, la cual había sido apartada, mejor dicho, suspendida, por estos eventos, la promesa marxiana de una nueva sociedad: el Comunismo. Después del derrocamiento de Hitler, el mundo estaba paralizado, en la espera de que alguien lo recondujera por un camino mejor, y las únicas dos potencias que se encontraban en condición para esta empresa fueron Estados Unidos y la U.R.S.S. Inicia la guerra ideológica.



En este periodo se debaten dos utopías, pero al mismo tiempo habita la amenaza de una tercera confrontación mundial. La tensión no ha terminado, por tanto, tampoco la historia, pues la promesa teleológica de Marx sigue rondando como un fantasma. Sin embargo, las medidas para mantener la tensión fueron el eco de los horrores cometidos durante el Holocausto. La promesa revolucionara de que la dictadura del proletariado traería una mejor sociedad, en la cual se asentarían las bases para la utopía comunista llevaron a generar efectivamente eso: dictaduras. En Europa, Asia o América Latina; Rusia o la Alemania Oriental; Vietnam o Mozambique; China o Angola; Cuba o Venezuela; la izquierda política había hecho mella en todo el espacio que ocupó, y cuando los horrores salieron a luz, la promesa caducó, se desvaneció de golpe, el mundo marxista, que no el pensado por Marx, cayó: la Unión Soviética se despidió del escenario político, sólo quedaba la hegemonía capitalista y su compromiso con el mundo por restaurar todo lo que “los comunistas” habían estropeado.


La revolución se convirtió en pasado, igual que la Ilustración. También la idea de un tiempo mejor en el futuro, de un progreso en sentido temporal, quedó sólo como fragmento en la memoria. Todo el imaginario de la época se volcó. Primero, sobrevino la destrucción del pasado ideológico de la izquierda, la oposición de la terrible dictadura del proletariado ensalzada por los “demonios comunistas”, contra la benefactora democracia de la derecha capitalista. Tal y como menciona Nicolás Casullo en La revolución como pasado:


Lo desilusionante de muchos procesos de liberación africana y asiáticos triunfantes, en relación a las nuevas sociedades instauradas. El giro de la intransigente china hacia el capitalismo de mercado. La revalorización política de la cuestión democrática contra la tesis del partido único, asalto abrupto al poder, dictadura del proletariado y fin del mundo burgués. La expansión reflexiva sobre la crisis del marxismo en los aspectos político, filosófico y científico, que anacronizó infinidad de ideas, textos, experiencias e hipótesis, (2013: 14-15).


Dice un conocido refrán: “muerto el perro se acabó la rabia”, y fue justamente lo que pasó: el american way of life triunfó. Los “vástagos” que había dejado la izquierda no eran considerados un verdadero opositor, por lo que la política se convirtió en otra cosa, pasó de los espacios de tensión al consenso, del progreso temporal al espacial, ya que las fragmentaciones que después desarrolló el sistema capitalista como: crisis financieras; máximo poder al mercado, pero agonía de las sociedades “tercermundistas”; duras políticas exteriores por parte de las potencias mundiales; colonialismo y democracia como justificaciones bélicas; entre otras tantas que culminaron con el ataque del 9 de septiembre de 2001 al World Trade Center, parte aguas para el terror político de las grandes potencias a países en desarrollo, es decir, el terrorismo como nueva forma de la hegemonía capitalista; habían generado una total aversión por parte de las sociedades hacia la idea de un progreso en sentido lineal, temporal. La historia había traído horror tras horror que la humanidad terminó por enfermar de ella, hasta el punto que se decidió no prever para el futuro, sino “gozar el presente”.


Si antes se hacía evidente la oposición entre la izquierda y la derecha, la caída de las dos grandes ideologías trajo consigo la adhesión de los mismos principios por ambos bandos. Existía un consenso, se discrepaba en lo circunstancial, no en lo sustancial. Como menciona Jacques Ranciere En los bordes de lo político: “[…] cuando el partido de los ricos y los pobres dicen aparentemente lo mismo – modernización – cuando se dice que no queda más que escoger la imagen publicitaria mejor diseñada en relación a una empresa que es casi la misma, lo que se manifiesta patentemente no es el consenso, sino la exclusión” (2007: 48). Pero, ¿a quiénes se excluye si la oposición ha sido eliminada?, ¿quién no forma parte del capitalismo en un mundo capitalista?


La exclusión se da a partir de querer eliminar un estado de desigualdad partiendo desde el supuesto de que todos somos distintos económica, social, cultural e incluso naturalmente, pues, dice Ranciere: “Quien plantea la igualdad como objetivo a alcanzar a partir de una situación no igualitaria la aplaza de hecho al infinito. La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Debe ubicársela antes” (2007: 9). De este modo, todos aquellos en situación de desigualdad quedan excluidos del consenso, no tanto por su estatus, sino más bien por su incapacidad; igual que cuando el maestro explica al alumno su ignorancia e incapacidad para salir de ella por sí mismo, a pesar de que, evidentemente, él ha aprendido muchas cosas por su propia cuenta: “Antes de ser el acto del pedagogo, la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo divido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes o estúpidos” (2007: 21).


El mundo deja de ser político y la política, en sentido estricto, muere. Ya no existe quien se oponga, sólo un aletargamiento en el pensamiento por ser libre, fraterno e igual al prójimo, pero precisamente sólo en el pensamiento, nunca en la acción. Tampoco se trata de retornar a la más noble de las dictaduras, la del proletario, pues ya la imprecisión se encuentra en el fondo. Se trata de entender a la política como el espacio de lo sensible y su justa repartición, no como una estructura de poder determinada. Una vez más en palabras de Ranciere: “La política, en efecto, no es el ejercicio del poder y la lucha por el poder. Es la configuración de un espacio específico, el recorte de una esfera particular de experiencia, de objetos planteados como comunes y como dependientes de una decisión común, de sujetos reconocidos como capaces de designar estos objetos y de argumentar sobre ellos.” (2012: 33). Ante el consenso excluyente, el disenso integrante.


Sin embargo, la conciencia de este hecho resulta, tal vez, utópica. Pues, ¿no asistimos constantemente frente a una pantalla a la destrucción mundial?, ¿no la publicidad, los medios o el cine nos anestesian con el goce supuestamente estético de la desaparición del mundo?, ¿no se ridiculizan los antiguos principios revolucionarios con la imagen pseudofeminista de heroínas en el mundo del cine hollywoodense? Estamos ante lo que Benjamin alguna vez llamó la estetización de la guerra: “La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estética de primer orden” (2003: 98-99). La muerte de la política, su embalsamamiento y la estetización del cadáver son igual a contemplar la destrucción planetaria desde un asiento reclinable con una bolsa de palomitas entre las manos. He allí el mito.


 

Referencias


Benjamin, Walter (2003). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, México: Itaca.

Casullo, Nicolás (2007). Las cuestiones, Buenos Aires: FCE.

Steiner, George (2001). En el castillo de barba azul, Barcelona: Gedisa.

Vilalta, Adriana (2011). El tiempo y lo imaginario, México: FCE.

Kant, Immanuel (2009). ¿Qué es la Ilustración? y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia, España: Alianza.

Nietzsche, Friedrich (2012). El nacimiento de la tragedia, Madrid: Alianza.

Rousseau, Jean-Jacques. (2005). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Tecnos: Madrid.

Ranciere, Jacques (2007). En los bordes de lo político, Buenos Aires: La Cebra.

Ranciere, Jacques (2007). El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires: Libros del Zorzal.

 

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