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Gabriela A. Vázquez Rodríguez

De la modernidad de la naturaleza a la posmodernidad ambiental


Me incluyo entre quienes usan el adjetivo “posmoderno” peyorativamente. No hay palabra más utilizada para despotricar contra el resurgimiento de la irracionalidad o la normalización de lo superfluo. Aunque lo posmoderno suele considerarse opuesto a lo moderno, conviene recordar que no es sino su exacerbación, según explica Gianni Vattimo (Follari, 2005).


La posmodernidad es el periodo inaugurado por el fin del progreso como idea motriz de la historia. Este concepto se popularizó en la década de 1970, en parte gracias al famoso ensayo de Jean-François Lyotard titulado La condición posmoderna. En este, Lyotard señaló que a partir de la mitad del siglo XX empezaron a perder validez los “grandes relatos” que ofrecían explicaciones totalizantes de la experiencia humana, tales como la verdad, la salvación o la familia. La ciencia y la tecnología, esas diosas de la modernidad que acababan de mostrar su verdadero rostro en Auschwitz y en Hiroshima, fueron las que volvieron obsoletos los grandes relatos. La modernidad era totalizadora, progresista, optimista. El autocumplimiento de los ideales de la ciencia y la técnica originó la posmodernidad, caracterizada por la caída del prestigio de la racionalidad, un nihilismo generalizado y la crisis del sujeto como fuerza histórica.


¿Existe algo positivo que rescatar en esta confusión posmoderna? Por supuesto. Es en este escenario que puede resolverse el antiguo dilema naturaleza versus cultura. Esta oposición binaria de dos extremos perfectamente diferenciados e independientes tiene una larga historia. Ya Aristóteles oponía las cosas naturales, que tienen en ellas un principio de movimiento, a las artificiales, cuyo principio reside en su fabricante. El judeocristianismo amplió esta dicotomía; para Gilbert Durand, cuando “Dios separó la luz de las tinieblas” no hizo más que situar a los elementos naturales, por su bestialidad y su fuerza, del lado de las sombras, como enemigos a combatir (Durand, 2016). La naturaleza, agreste y bárbara, puede estar representada por una vegetación que invade, una fauna que ataca, o suelos que escatiman sus frutos. Los hombres, en revancha, se enfrentan desde el lado luminoso a las hostilidades naturales con las armas del progreso: la ciencia y la técnica. La cultura y el proceso civilizatorio se erigieron, como Prometeo, en franca oposición a los elementos naturales, y permitieron su conquista (Houdayer, 2014).


Esta polarización subjetivista, en la que un sujeto pensante tiene el derecho de someter un objeto natural desprovisto de inteligibilidad propia, se acentuó aún más en la Ilustración. Se atribuye a Descartes, el padre de la modernidad, la ruptura completa entre el sujeto que piensa (la res cogitans) y el objeto pensado (la res extensa), cada una de ellas definida por la negación de la otra. En este antropocentrismo radical, la bête-machine representa la idea moderna acerca de los seres no humanos, que por estar desprovistos del cogito son completamente cognoscibles y asimilables a máquinas. La perspectiva cartesiana es abiertamente utilitarista; la humanidad debía convertirse en dueña y poseedora de la naturaleza,


lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente para la conservación de la salud (Descartes, 2010).


Así, mientras las sociedades tradicionales aún hacen habitar a sus divinidades en los objetos naturales, para las sociedades modernas la naturaleza era solo materia extraña con valor en la medida en que brinda servicios. El mundo era un objeto a ordenar y domesticar para satisfacción de necesidades y deseos siempre en proceso de mutación y expansión.



En el Romanticismo se intentó reunir al hombre con la naturaleza a través de los sentimientos, la contemplación y la mística. Sin embargo, el nacimiento del capitalismo, que potenció la explotación de la naturaleza sin reconocer sus límites, puso en marcha cambios cuantitativos y cualitativos que continúan al día de hoy. La urbanización, la contaminación del agua, la extinción de especies, la modificación del paisaje, el agotamiento de recursos, ahora son parte de la naturaleza. La naturaleza salvaje, inamovible, pura, dio paso a un híbrido que nos cuesta reconocer. A la manera de Oscar Pistorius, el cíborg caído, mitad hombre y mitad artificio, el medio ambiente es esa naturaleza modificada tecnológicamente que sin embargo se niega a obedecer órdenes.



El posmodernismo rechaza las oposiciones binarias tradicionales por reduccionistas. En este momento histórico que acepta los matices y las ambigüedades, pueden florecer ideologías como la de género, que rechaza un binario hombre-mujer, opresor-oprimida, muy difícil de erradicar pero inoperante ya. Así, una naturaleza modificada por la cultura, que tuvo que renombrarse medio ambiente, tiene derecho de nacimiento en la posmodernidad. En el medio ambiente los órdenes natural y social se confunden, y ya no es posible hablar de separación. El medio ambiente no es solamente “lo que nos rodea”, sino algo a lo que pertenecemos y que a su vez nos da forma. Solo este sentido de pertenencia permitirá una nueva relación de la humanidad con el medio ambiente que resuelva los numerosos problemas que lo aquejan, y por extensión también a nosotros.


La posmodernidad también permite incorporar puntos de vista otrora considerados como primitivos, fruto de saberes tradicionales despreciados por la modernidad. La aceptación de otredades extremas hará posible la coexistencia humana con entidades no homologables ni reducibles a un solo principio vital (Ràfols, 2015), fuera del paradigma utilitarista. El otro animal y la supuesta excepcionalidad del Homo sapiens se deconstruyen en la arena posmoderna. Día con día crecen las peticiones para que los animales “inteligentes”, como los cetáceos y los primates, se consideren personas no humanas con derechos (Midgley, 2002). En un fascinante giro conceptual, no solo los animales sino incluso sus componentes abióticos, como el agua o los suelos, empiezan a verse como sujeto jurídico. Ecuador se convirtió, en 2010, en el primer país del mundo en reconocer los derechos de la naturaleza. Así, esta aceptación de que el medio ambiente tiene valores intrínsecos, más allá de la valoración instrumental que las personas puedan realizar, es un golpe certero al antropocentrismo que solo la posmodernidad pudo asestar.



Referencias


Descartes, R. (2010). Discurso del método. Meditaciones metafísicas (Trad. M. García Morente). Madrid: Espasa Calpe.


Durand, G. (2016). Les structures anthropologiques de l’imaginaire, 12ème édition. París: Dunod.


Follari, R. (2005). Pensar la posmodernidad. Buenos Aires: Antroposmoderno. Recuperado de http://antroposmoderno.com/antro-version-imprimir.php?id_articulo=860.


Houdayer, H. (2014). Méditer notre relation à la nature aux côtés de Gilbert Durand: les structures anthropologiques de l'imaginaire. Sociétés 1: 83-90.



Midgley, M. (2002). Doce ensayos para sacar la filosofía a la calle. Ciudad de México: Turner-Fondo de Cultura Económica.


Ràfols, R. (2015). Entrevista a Enrique Leff. Ecología Política 49. Recuperado de http://www.ecologiapolitica.info/?p=2267.


 

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