La piel inmóvil
“Porque me aterra la posibilidad, al morir, de quedar con los ojos abiertos: podría ocurrir que se me quedara algo de este absurdo mundo fijado en las pupilas…”
Juan Marsé, Nada para morir.
“A la primera el Consejo de Ancianos la llamó Tora, que en el idioma local significa el gran abismo, porque de un día para otro las ovejas, las vacas, los pollos y hasta los perros fueron a dar al precipicio que queda cerca del atascadero que da al bosque. Así, un día nomás todos los animales decidieron morirse”, dijo. Xenón lo miraba con una pluma en la mano. “A la segunda el Consejo de Ancianos la llamó Tercio, que en el idioma local quiere decir el año en que perdimos todo. Fue especialmente mala, porque después de la hambruna nadie tenía nada para producir pues nos lo habían quitado, así que sobrevino, casi inmediatamente, la tercera, que el Consejo de Ancianos llamó Niw, que en el idioma local significa el año en el que se fueron las almas, porque muchos niños desaparecieron, no sabemos qué les pasó”. Xenón seguía apuntando. Estaba con la espalda erguida en una silla de mimbre color ocre. A su alrededor, una serie de muebles empotrados contra la pared exhibían estriaciones varias que habían marcado esa madera vieja con la que los habían construido: algunas eran voluminosas, otras más desordenadas, casi todas inverosímiles. Xenón descubrió, perturbado, unos velámenes de algo parecido al oro: estaban apilados en una esquina de aquella habitación, arrumbados y anónimos en lo que le pareció un descuido súbito en medio de ese orden aparente. También había ciertos objetos indescifrables, puntiagudos y herrumbrosos que parecían traídos de la capital: los imaginó como objetos siniestros, dispuestos para dañar a quien fuera. En esas circunstancias, pensó, aquello no resultaba tan sorprendente. Casi inmediatamente le llegó un olor a incienso estancado que dominó sus fosas nasales. Se corrigió a sí mismo: sería carbón, o tal vez ocote, quizá pino quemado: los residuos de un gran asado, pero, ¿cómo? ¿Cuál? ¿Con qué?
Xenón balanceaba sus pies conforme la lluvia golpeaba acezante el techo de madera. Vio cascadas de agua caer pesadas sobre la tierra y olió, aunque sea por pocos segundos, la humedad hiriente, la sequedad del espacio, el orden inaccesible de ese hogar. En una esquina herrumbrosa se cocinaba algo y el hombre olió con premura y algo parecido a una felicidad tímida y también íntima lo que fuera que aquella mujer preparaba. “En todos los casos fue la guerra. Llegaron del norte. Precisamente de donde las autoridades nos dijeron que nada podía venir, pues aquellos bosques son impenetrables. Yo mismo he intentado caminar a través de ellos, hacer un mapa de sus contornos, aunque sea adivinar sus sombras. Es imposible”. El joven toca a Xenón y este siente casi al instante la levedad de su mano: ve sus rodillas como ramitas delgadas: ve su boca como un artificio de algodón: ve su cuello e imagina que cerrando su mano alcanzaría a rodearlo. “Disculpa”, dice el joven, “apenas puedo mantenerme en pie”. Un leve temblor en sus extremidades lo obliga a aceptar la ayuda de Xenón, que jala una silla. Trae en el pecho un emblema de una de las tantas organizaciones internacionales que llegaron hace apenas una semana al poblado. “Cuando vinieron se encargaron de quemar todas nuestras cosechas. En la cueva, la que está al norte, guardábamos todas las semillas. Se las llevaron también. No sabíamos porque”. “¿No dejaron ningún mensaje, nada?, pregunta Xenón. El joven niega con la cabeza y se lleva una mano al galillo, no más grande que una decena de chícharos. “Al día siguiente los animales decidieron suicidarse. Yo encontré una oveja viva que maté por compasión. Intenté cargarla pero balaba desesperada. A mi alrededor había cuerpos desechos entre rocas afiladas. Todos esos animales se hubieran salvado si las rocas no parecieran espinas. La caída no es mortal. Son las malditas rocas”. Se limpia los labios con la lengua. Xenón le ofrece una cantimplora. “La segunda vez vinieron por la maquinaria. Esta vez los hombres intentamos luchar contra ellos, pero nos superaron en número y armamento. También violaron a algunos, no recuerdo qué le hicieron a los otros”. La mujer, en la cocina, mueve las caderas, parece feliz. Las zapatillas le quedan grandes y la piel de sus tobillos secuestra los huesos y los expone. Los codos son tan frágiles como gotas de agua. Tararea una canción de cuna. A su alrededor se cierne una oscuridad amable hecha de humo impregnado en las paredes, el sol escondido tras las nubes, polvo pegado a la cal. “Cuando se llevaron nuestras máquinas decidimos simplemente usar nuestras manos. Construimos una fortaleza alrededor del pueblo y la tercera vez que vinieron, hace apenas un par de años, los retuvimos en la entrada. Después nos enteramos que venían buscando a una muchacha que había sido secuestrada por los hijos mayores del alcalde. La tenían secuestrada en el bosque, en una cueva. Por eso regresaban. La violaban de vez en cuando, tuvieron las agallas de decirnos que se acostumbró, pues ya no lloraba. Durante años no dijeron nada, por supuesto. Ellos tenían para comer, después nos enteramos. Tener hambre, nos dimos cuenta, no tenía que ver con la falta de comida sino con su distribución. El Consejo de la Ciudad, controlado por el alcalde y su familia, había decidido quedarse con la ayuda que llegaba de la capital. La repartieron entre los suyos, no dejaron nada para los demás”. Un niño y un adulto entraron a la casa: dos esqueletos de piel cansada, con bolsas bajo los ojos como paraguas, equilibrándose con las calorías que les faltaban y que sacaban de quién sabe dónde. El niño había estado llorando. Xenón apuntó algo más en el cuaderno. “Solo está haciendo preguntas, papá”, dijo el joven. El hombre se levantó unos instantes y se ajustó la gorra, en señal de saludo. “Magdaleno”, dijo el padre. “Xenón”, dijo el otro. “Le estaba contando del Hambre, papá”, dijo el joven. Xenón sintió algo bajo sus pies, como murmullos o voces que parecían venir de los tablones, como si la madera húmeda transmitiera ecos de la tierra y los hiciera subir hasta la habitación en la que estaban. Padre e hijo se miraron. Magdaleno rozó la rodilla del joven. “Fuimos a buscarlos. Al alcalde, a su familia, no había más. Cuando nos enteramos de lo que habían hecho las comunicaciones con la capital estaban totalmente cortadas, por eso tardamos tanto en comunicarnos con el exterior. Los invasores se dieron cuenta que si no podían atacarnos por el bosque lo harían por los caminos, por donde podíamos comunicarnos con la capital. Nos tardamos demasiado en decirles que haríamos pagar a los responsables. La familia del alcalde se encerró en la casa con armas y nos dispararon a mansalva, verdad papá, y nosotros solo agarramos las antorchas y las aventamos al techo, que de por sí era de paja y madera. Prendió rápido. No los dejamos salir. Ese día no llovió”. El padre asiente e interrumpe. “La búsqueda por la muchacha duró tres días, pero al fin la encontramos y se las entregamos a los invasores. Se fueron y desde ese momento nos han dejado en paz, aunque sin nada”. Xenón ve por la ventana. Ha dejado de llover. Busca la feracidad de los campos, alguna señal madura de fertilidad pero no encuentra nada. Vuelve su mirada al interior. Se le impone un crucifijo hecho de tubos de cartón recargado sobre una cómoda, ensimismado en el dolor del rictus, abstraído de promesas humanas. No era especialmente religioso, así que no le dio importancia. “De eso hace un año, pero el pueblo ha sobrevivido, sin animales, sin maquinaria, sin semillas, sin ayuda de la capital, sin comida”, dijo Magdaleno. La mujer sigue tarareando. “Somos un pueblo fibroso”, dice el padre mientras cierra el puño y se toca el pecho, “que no se amilana ante nada y que hace lo que sea para sobrevivir. Cualquiera lo haría”. Xenón sigue escuchando esos murmullos. Se siente algo incómodo, no sabe por qué. Se levanta. Pide ir al baño. Tras una puerta encuentra un retrete derruido lleno de excremento. Orina. Saca un desinfectante de su bolso. Apunta algo. Escucha, también, algo. “Hemos encontrado carne de animales que los invasores dejan en los bosques y así este pueblo ha sobrevivido”, el padre se tomó la molestia de pararse afuera del baño para contar su historia. “Somos más de tres mil, pero con eso nos basta”. Xenón abre la puerta, el hombre le sonríe, apenas. La madera, preñada de agua, no cruje. De entre los tablones cree ver un movimiento. Xenón alza la voz. “Tengo apuntado aquí que, según el censo, hay cinco personas en la casa”. La madre deja de tararear, se paraliza y se lleva las manos al mandil, Xenón la ve de espaldas, parece que solloza. “Mi niña se perdió”, dice la madre, sin voltearlo a ver. Xenón piensa que la oscuridad acentúa la densidad parca de esas palabras. “En el bosque”, dice el joven, “verdad papá”. Magdaleno asiente. El niño pequeño comienza a llorar. Xenón, inmóvil, se muerde los labios, sigue de pie, acariciando, lerdo, el dintel de una ventana. “Se fue, nomás así”, dice Magdaleno y truena los dedos. “Habrán sido los invasores”, dice el joven. “Seguro que sí”, asegura la madre. “La comida está lista”. Se sientan cerca de la chimenea, hay un fuego estrujado buscando respirar a través de los intersticios que permite la madera. Huele a hoja carbonizada, a pergamino calcinado. Xenón sigue escuchando esos murmullos y ese olor que infecta, terrible, sus fosas nasales. Está lejos del centro del pueblo, donde están sus compañeros. Le trajo a la familia lo esencial: medicinas, agua, suplementos alimenticios. No es posible que el pueblo haya sobrevivido un año así, piensa. Cuando el gobierno central se enteró, todos esperaban encontrar un montón de cadáveres tirados por las calles. No hay comida por ningún lado, no hay semillas, ni raíces, apenas hay abrojos. Vaya sorpresa: el gobierno y las organizaciones internacionales encontraron esqueletos humanos que de alguna forma habían logrado sobrevivir. No hay frutas, ni verduras, mucho menos animales de granja. Xenón fue uno de los primeros en llegar junto con su escuadrón. Su familia estaría orgullosa, piensa, mientras la madre le vierte un poco de sopa sobre un platón desmadejado. Apenas hay agua limpia. Todos comienzan a comer. Tendrá que reportar sobre la desaparición de la niña, otra más. Se lleva la cuchara a la boca y se desliza sobre su garganta un aroma caliente y una combinación espesa de sabores que disfruta. Varias familias han reportado niños desaparecidos. Quiere preguntar qué es pero un pedazo de algo se atora entre sus dientes. Lo saca y lo admira entre sus dedos. Dicen que son los invasores, que han regresado, imparables. Es una uña pequeña, blancuzco ceniza, virginal en sus contornos, infantil. El niño comienza a llorar otra vez, ahora horrorizado. Xenón se levanta —primero moviendo la silla con un leve temblor, después retrocediendo y sacando una navaja— y pronto se da cuenta que no pueden hacerle nada. Apenas pueden moverse. Entonces definitivamente las escucha: son voces que vienen de abajo, amordazadas. No hay levadura, especias, harina, nada. Siente el pomo de la puerta entre sus dedos y sale al campo. La humedad le da en la cara y unas arcadas profundas lo llevan al suelo. Mueve la cabeza y, por el ventanal, ve a la familia comer alegre. Saca su libreta. Apunta algo, después vomita. Entonces entiende. No hay clavo, ni azafrán, ni pimienta, ni sal.
Se recupera. Siente el filo de la navaja ardiéndole en la mano, pujando por salir.