Los bailes sonideros en la Cuba chiquita en la colonia Ermita Zaragoza. Encuentro de rituales y perf
El chavo y la vestida combinan sus acrobacias y no les importa la murmuración, que por otro lado no se da, el éxtasis: girar a mil velocidades por minuto, rápido se va el baile que es la vida, y la vida es el concurso de resistencia a donde nunca acuden los jueces. El cuerpo a lo que da, el baile es el vórtice en donde todos se extravían con tal de salir por otra puerta, la de la felicidad que es el desahogo, en el hoyo tíbiri, en la muy aburrida y leal Ciudad de México.
Carlos Monsiváis, Los Rituales del Caos
Ubicada al oriente de la Ciudad de México, en la delegación Iztapalapa y colindando con los municipios de Los Reyes La Paz y Nezahualcóyotl, se encuentra la colonia Ermita Zaragoza con poco más de 24 mil habitantes. Los colonos aseguran que la verdadera embajada de Cuba es su barrio debido a su tradición salsera. La Ermita Zaragoza comenzó a poblarse por los años sesenta y los setenta por personas provenientes de Tepito, la Morelos, Jamaica, Guerrero y Garibaldi. Es muy fácil llegar a este barrio de Iztapalapa, solamente hay que bajarse en las estaciones Santa Martha o Acatitla de la línea A del metro férreo.
Conocida también como “Palomares” o “Casitas”, la Ermita Zaragoza lucha día con día frente al desabasto de agua, sufre las clásicas inundaciones del verano peligroso y nada en el vaivén del desempleo y el subempleo. Asimismo, experimenta cotidianamente los problemas derivados de la desigualdad y exclusión mexicanos: la delincuencia, la violencia y las adicciones. Sus habitantes también resisten la estigmatización social matutina de la nota roja y de las colonias circunvecinas, de taxistas que nunca quieren entrar a la colonia por miedo a ser asaltados, además de los monopolios del crédito que la consideran zona roja. En las siguientes líneas, intentaré mostrar que la colonia Ermita Zaragoza es más que balas o tragedia.
Las casas de esta colonia son pequeñas y las calles también. Como en cualquier barrio, las casas son habitadas por una o dos familias relacionadas por vínculos de parentesco. El hacinamiento, como en mucha de la periferia, es típico en esta colonia. El amontonamiento y la angostura de las calles es tal que pareciera ya no caber nada más que las sonrisas de sus colonos. Este barrio se compone por cuatro secciones, y cada sección tiene uno o dos estacionamientos: llanos rectangulares de asfalto multifuncionales que los domingos fungían como canchas de futbol. Los niños ya casi no salen a las calles. No por miedo, sino porque la tablet y el celular son sus nuevos amigos. En la colonia hay cinco escuelas primarias, cuatro mercados (uno por sección), tres escuelas secundarias, una clínica del ISSSTE (Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado), un Centro del DIF (Desarrollo Integral de la Familia), la iglesia católica y el Centro Cultural Casa del Pueblo.
Muchos jóvenes se gradúan como padres desde muy temprana edad y algunos chavos toman rumbos distintos, yéndose por los vericuetos del vicio o las adicciones. Algunos, voluntariosos o con mayores posibilidades económicas se les ocurre estudiar alguna carrera. Otros prefieren llevársela por la “dere”, es decir, por la derecha y dedicarse a trabajar. Algunos no necesitan formación escolar para tener más ingresos, simplemente le “chambean” para incrementar eso que los estudiosos de la sociedad y la cultura llaman estatus.
Los hábitos de los colonos son muy diversos. Porque el desempleo y la informalidad abundan en nuestra realidad, “las garnachas”, “los taquitos”, “las tortas” y “los tamalitos” son una de las fuentes de supervivencia tanto para los que venden, como para los que comen. La clase trabajadora abarrota las estaciones de metro Santa Martha o Acatitla entre las 5:00 y las 8:00 a.m regresando por ahí de las 6:00 a 7:00 p.m. Los viernes y los sábados, las esquinas y las tienditas de abarrotes se abarrotan de los “cheleros” que brindan y festejan, no solo porque es viernes, sino porque creen que el esfuerzo también merece alguna recompensa. Caminar por los laberintos de esta colonia es adentrarse a uno de los barrios más salseros de la Ciudad de México.
En la Ermita Zaragoza, la iglesia de San Judas reúne cada 28 de octubre a los feligreses que celebran al santo de las causas pérdidas. En las calles aledañas se estacionan juegos mecánicos y una verbena popular. Sin embargo, la verdadera fiesta del barrio no es ese día. En esta colonia, la verdadera celebración no es patronal, la fiesta principal —como en la mayor parte del país— es matronal: la fiesta de la guadalupana del 12 de diciembre. A diferencia del peregrino que visita el Cerro del Tepeyac, el habitante de esta colonia le rinde devoción a su altar particular, el cual puede encontrarse en una esquina o dentro de una calle escondida.
El peregrino no es un ente aislado, se colectiviza. Por un lado, las madres organizan los rosarios desde el 1º de diciembre, por el otro, los hijos o esposos son parte de organizaciones: grupos de vecinos que producen los bailes sonideros de diciembre. Cada sección tiene sus altares y sus organizaciones. Durante diciembre, estas organizaciones son las encargadas de que broten luces y cuetes hacia el cielo, al tiempo que los decibeles de las bocinas de los sonideros retumban en las colonias vecinas.
Las organizaciones de la Cuba Chiquita están interconectadas y representadas por un integrante de cada grupo. Esta confabulación es conocida como Organizaciones Unidas y se reúne para tratar varios temas, como dialogar con las autoridades capitalinas para llevar a cabo los bailes e invitar a colonias vecinas a los festejos. A veces se reciben visitas de estaciones de radio, como Radio Relex, para trasmitir en vivo e invitar a personas de la Ciudad de México y de la zona metropolitana a los bailes.
No obstante la unión de las organizaciones, existe un antagonismo a la hora de realizar los bailes, pues el prestigio se juega en cada uno. En efecto, cada organización realiza un baile distinto en su sección, aquel que convoque a más gente y traiga al mejor sonidero será anotado en el álbum de la memoria colectiva. Sin duda esto otorga prestigio y admiración para los amantes de la salsa, la cumbia, la guaracha, el son montuno y la matancera.
Los bailes sonideros son vistos como experiencias exóticas y peligrosas. De hecho, los más conservadores de este país sostienen que los bailes tendrían que ser erradicados. Hacer estas afirmaciones es desconocer, por un lado al México popular de las periferias y por el otro, dejar fuera la misma raíz latina que se manifiesta a través las narrativas y discursos de la música que allí se toca. Las tocadas sonideras, son el encuentro de esas corporalidades negadas e invisibilizadas que se inventan y se reinventan a partir de la música y del baile.
Se sabe que los bailes son aprobados por muchos pero también desdeñados por otros con gustos musicales distintos. Pese a ello, en la Ermita Zaragoza siempre gana la mayoría incluso sobre las autoridades. Las organizaciones de esta colonia saben perfectamente la responsabilidad que implica realizar estos eventos. Esto se vuelve interesante ya que como en cualquier otro barrio de la ciudad, existen rencillas y rivalidades.
Sin embargo, so pretexto de la ocasión o la circunstancia, dentro del baile se generan treguas e incluso se subsanan diferencias. Sin duda, desde el punto de vista de la antropología funcionalista,[1] los bailes fungen como celebración religiosa y lúdica, parecieran ser ese fenómeno social que dirime los conflictos, que potencia la convivencia, la armonía y la cohesión social. La riqueza de estas celebraciones está en el cómo, el por qué y para qué. Existen micro fenómenos y ritualidades que no se deben de perder de vista y que trataré de analizar.
A mediados de febrero o marzo, las organizaciones se encuentran ya gestionando quiénes serán los encargados de poner luz y sonido a los estacionamientos. Sonideros como La Changa, Pancho de Tepito, Cóndor, Amistad Caracas, Yambao, Terremoto, Sonorámico, La Conga, Caribe 66, El Negro de Santa Martha, Siboney, entre otros, son algunos de los sonideros más buscados por las organizaciones de esta colonia. Los precios de un sonidero varían según los días en que se celebre su “toquín”; oscilan entre los $20,000 hasta los $60,000. Algunas organizaciones llegan a contratar a hasta dos sonideros. Durante todo el año, los organizadores juntan sus ahorros para esta celebración y un día antes de la tocada, el altar de la virgen debe quedar listo.
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Es el domingo 10 de diciembre del año 2018. Los tráileres y las camionetas llegan alrededor de las 9 de la mañana. Ya todo está listo. La organización La Tribu de la Tercera Sección será la encargada de traer a dos de los sonideros más conocidos en México: El Sonóramico y El Terremoto.
Rápidamente los ayudantes del sonido bajan los pilares que sostendrán las luces y las pantallas que llenarán de color la pista de baile. Acto seguido, se bajan las bocinas que harán retumbar los vidrios de las casas aledañas. Cerca de las 4 de la tarde los empleados de los sonideros se disponen a comer muy cerca del altar. Los entonados con cerveza y embriagados con el ritmo eligen ya los temas que por la noche les gustaría escuchar. La misa en el altar con el padre de la iglesia se lleva a cabo. Ahora todo está casi listo para el “pachangón”.
A las 9 de la noche, los exámenes de audio de los dos gigantes sonideros fueron aprobados. Los miembros de La Tribu comienzan a aventar cuetes al cielo para llamar a los danzantes y anunciar que el ritual dará comienzo. Gerardo Ríos, originario del Valle de Chalco, es la persona detrás del sonido Terremoto. Se abre el telón y el ritual comienza con una canción llamada “Se calentó la esquina” de la orquesta Sounare.
Al jovencito le dieron piso. No había cumplido ni 22 y en una esquina con sus amigos llegó la muerte y se lo llevó. Se calentó la esquina, la esquina se calentó, la esquina se calentó, era un viernes la noche aquella y en un segundo cayó el terror, cuando el sicario en motocicleta abrió candela con precisión, cuatro disparos a la cabeza. Si era bandido no lo sé yo. Yo solo sé que hubo balacera y la esquina se calentó[2]
Poco a poco el estacionamiento comienza a llenarse. Se forman las ruedas de bailarines y bailarinas. Sus atuendos son observables porque ejercen diferencia sobre los demás, sus cabellos de colores dan al traste con la soltura de sus manos y la sincronización de sus tiempos. Las parejas de danzantes se van turnando, las sonrisas y la alegría de los presentes sudan al ritmo del desestrés. La comunión con el sonidero está pactada desde antes de que comenzara la tocada. Los jóvenes con cerveza y cigarrillo en mano observan sigilosamente los movimientos que tienen lugar en el suelo y el aire. Los olores a tiner y a marihuana se camuflajean con los olores a loción de los duchados. El frío decembrino huye porque el barrio ahora sí que está caliente…
El abuso de los saludos en las canciones tiene varias razones. Por un lado, se evoca a las presencias que padecen el encierro en algún reclusorio cercano, por el otro, se mencionan los nombres de los que por diversas circunstancias, se han ido de este mundo. Los difuntos parecieran deambular por la tocada, sobre todo cuando se entona el tema de “Adiós a un amigo”, mejor conocida como “Naturaleza” de Alfonso Guerrero y su Orquesta. También se mandan saludos a los presentes para ensalzar su importancia y su membresía. Así pues, los saludos son tan importantes que sin ellos se desafinaría cualquier melodía del sonidero.
En punto de la media noche el sonidero es el encargado de entonar las mañanitas a la Virgen, los danzantes y los organizadores se acercan al altar a cantar con respeto y devoción. La Tribu vuelve a lanzar esos cuetes hacia el cielo, esta vez para darle gracias a su deidad y recordarle que la fiesta debe continuar. El ritual sigue su curso.
Los encuentros efímeros en el baile se dan mientras dure la canción o hasta que termine la celebración. El hombre va a la mujer dando la mano, ésta la toma y comienza el trance. La situación hace que estos encuentros efímeros y esta convivencia despliegue una descarga emocional y subjetiva. Dentro de la pista de baile se abren grandes boquetes, los mejores bailarines brotan de este cráter haciendo gala de su acomodo. Los gays y vestidas muestran la libertad que la sociedad y la cultura les ha arrebatado. Aquí por lo menos, no serán juzgadas.
El movimiento de las caderas, los pies, las manos de los asistentes que bailan es performativo y hay cosas subjetivas que escapan a la vista, como las miradas, las gesticulaciones y los roces de estos cuerpos. Es evidente que no todos los allí presentes saben o se atreven a bailar, pero presenciar el baile, el ritmo y las luces los obliga a mover la cabeza. Cada persona, cada pareja bailando parece un performance, pero caigo en cuenta que todo es como una imagen que va desde los cuerpos, los sonidos, las luces, los colores, los olores, los sabores hasta los jóvenes con cachucha y con miradas retadoras es un enorme performance.
Finalmente, a las dos de la madrugada el sonido Sonorámico de Raúl López está a punto de cerrar el baile. La voz de este hombre es quizá una de las famosas en el mundo sonidero. Se despide tocando cumbias que guardan acordeones profundos, adornándolas con la agudeza de su voz. “Jaiaa jaiaaa.” La tocada termina con una cumbia peruana que arenga a la Ermita Zaragoza con letras que dicen:
Canta y ríe hermano mío, demuestra felicidad, olvida toda tu tristeza que otra vida llevarás. Cántale a las flores, a las aves y a la paz
La fiesta termina y los cuetes son sustituidos por balas que se tiran al aire. A los hambrientos de baile y de música, les faltará diciembre a final de fiesta. En conclusión, la Ermita Zaragoza donde se baila y se goza es tan solo una fotografía de las múltiples realidades que se viven en las periferias de México y de América Latina. Lo demás no importa, los rituales y el performance se fusionan para celebrar la vida misma. Como aquí, en mi Cuba Chiquita de la gran Iztapasalsa…
[1] Sin duda, las explicaciones funcionalistas en ciencias sociales, pero sobre todo en la antropología y la sociología, siguen teniendo un lugar privilegiado ya que permiten entender fenómenos tan complejos como los bailes sonideros. Durkheim (2007) cree que los rituales tienen una función lúdica y que son de suma importancia para la reproducción de la memoria colectiva. En este sentido, el baile representa un símbolo sagrado para los mismos colonos. Los bailes sonideros son esos rituales que ayudan a la reproductibilidad de la vida social pero que a la vez sirven a para rendirse culto a ellos mismos. Para un análisis más detallado sobre los rituales y sus distintos enfoques véase el texto de Archipiélago de Rituales de Rodrigo Díaz (1998).
[2] Sin duda, las narrativas de las canciones de cumbia y de salsa son muy interesantes ya que no todas versan sobre el amor. Algunas canciones hablan de realidades y prácticas sociales que se producen dentro de contextos similares, es decir, barrios populares que artistas como Héctor Lavoe, Rúben Blades, Ismael Miranda o Willie Colon han experimentado. Para entender más esta relación entre los barrios y la música salsa y sonidera, véase el texto de Alfredo Machorro (2018) sobre la organización de los Cacos y el video de Omany Rodriguez (2018) que se puede encontrar en redes sociales con el nombre de “donde se baila y se goza”.
Referencias
COLLINS, Randall (2009). Cadenas de rituales de interacción. Barcelona: Anthropos.
DÍAZ, Rodrigo (1998). Archipiélago de rituales. Teorías antropológicas del ritual. Barcelona: Anthropos.
DÍAZ, Rodrigo (2008). La celebración de la contingencia y la forma. Sobre la antropología de la performance. En Nueva antropología. XXI (69): 35-59.
DURKHEIM, Emile (2007). Las formas elementales de la vida religiosa. México: Colofón.
MACHORRO, Alfredo (2018). Los Cacos. En El Periódico de Ayer. Revista vecinal U.E.Z. Abril (1).
MONSIVAIS, Carlos (1995). Los rituales del caos. México: Era.
RODRIGUEZ, Omany (dir.) (2018, enero, 2). Donde se baila y se goza. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=nQuOZW_hUh0.