Jaula
Ni él ni ella habían visto nunca un animal marino tan grande de cerca. Se habían aproximado entre cautelosos y aburridos hasta la jaula, que en apariencia se encontraba vacía. Casi ocupando todo el espacio, había una piscina llena de agua turbia. Estaban por retirarse, cuando emergió el monstruo. Él y ella dieron un salto simultáneo hacia atrás. Ninguno de los dos supo identificarlo. Su corpachón era similar al de una morsa, así de masivo, pero su cabeza carecía de colmillos. «Parece una foca gigante», aventuró a decir él. Ella no respondió nada. Tenía clavada la vista en el animal. Dos estrellas blancas nublaban sus ojos. Bufaba y los olfateaba, intentando localizarlos. Pronto comprendieron que estaba ciego. Era una de las últimas atracciones del acuario. Quienes diseñaron el lugar habían decidido dejar casi para el final el pálido espectáculo del centro de recuperación de animales marinos. A las pocas tortugas y pingüinos que permanecían petrificados por el petróleo en el estanque contiguo ahora se sumaba este gigante inclasificable. Eso era todo. «Imagínate el susto que le causaría a un niño», dijo ella con una media sonrisa, mientras se alejaban del animal, que volvía con torpeza al agua. Ambos se dieron modos de reír con suavidad.
Antes, durante el show de los delfines amaestrados, el hombre había posado su mano sobre la de la mujer. La reacción más temida por él, el inmediato rechazo al intento de caricia, no ocurrió. Sin embargo, ella tampoco giró la muñeca para que ambas palmas se encontraran; simplemente continuó dejando su mano sobre el regazo, sin inmutarse por el peso o el calor adicional. Mientras tanto, los delfines se esforzaban por entretener al escaso público, bailando y saltando sobre el agua a cambio de un poco de pescado. Al finalizar el acto, movieron sus aletas invitando a todos a aplaudir. Fue la oportunidad adecuada para que él pudiera retirar su mano con algo de dignidad. Cuando estaban por marcharse de allí, ambos se sorprendieron por las sonrisas falsas a las que estaban condenados esos animales, que combinaban tan mal con sus ojos negros, profundamente inexpresivos.
Cuando empezaron a caminar por el sendero que los llevaría hasta el centro de recuperación, uno de los recuerdos que él había embodegado en su mente durante años lo asaltó. «¿La ciudad es como la imaginabas cuando éramos más jóvenes?», preguntó; sentía que se ahogaba en el silencio y quería desestancarlo de algún modo. «La verdad nunca me imaginé cómo sería. Supongo que está bien. Es simpática», respondió la mujer sin ningún tono particular en su voz, aunque él lo interpretó como una señal de hastío o desgano. La visita de ella había estado plagada de callejones que solo desembocaban en el silencio. Él se desesperaba, especialmente porque hasta antes de la llegada de la mujer había estado seguro de que con la ayuda de la ciudad, ahora materializada, que ambos habían imaginado hace no tantos años y el museo de recuerdos que había construido en su cabeza solo en torno a ella iba a conseguir lo que no había logrado años atrás.
Si todo hubiera seguido el rumbo planeado inicialmente por el hombre, por ejemplo, para la pregunta planteada por él, lo evidente, lo consecuente, habría sido que ella respondiera algo así como: «¡Sí! ¿Te acuerdas cuando soñábamos en venir a estudiar aquí juntos?», dando lugar a una conversación melancólica, que habría vuelto todo más adecuado para la propuesta que vendría después. Eso era lo que tenía pensado él. Pero el presente lo defraudaba a cada instante. Cada vez que recurría al cofre del pasado con ansiedad —a fin de cuentas, era lo único que tenía—, ella parecía minimizar cada detalle, recordar poco o nada, recurrir a frases como: «¿Qué? ¿De qué hablas?» o «No me acuerdo de eso, ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué tú recuerdas eso?», y finalizaba esas cortas intervenciones con una media sonrisa o meneando la cabeza de un lado para el otro.
Ya no quedaba casi nada por recorrer del acuario. Se podía regresar al inicio por una ruta alterna a la que ella y él habían tomado para llegar hasta el final. Se trataba de una rambla que permitía ver la playa y el mar, oscuro y algo sucio. Caminaron distraídos por allí, dejándose consolar por el arrullo de las olas. Ella se detuvo un instante, apoyó su cuerpo contra la baranda y le dijo: «Cuéntame una de tus historias». Entonces el hombre armó un relato para ella, aunque ya no tenía mucho que contar, un chisme que había llegado a él por coincidencia acerca de personas que ambos habían conocido, pero de quienes se habían alejado hace años. Ella rio varias veces, aunque ya no se trataba de las carcajadas que él recordaba, que hasta entonces aún tintineaban en su cabeza, sino de una risa fantasma que se confundía con el bramido del mar. Después de un momento, ella dejó escapar: «Ya nada me hace feliz», como justificándose. Él, para sus adentros, se reconoció incapaz de solucionar ese problema, así que se limitó a acariciar su hombro con timidez y guardar silencio.
Minutos después, decidió adelantarse, solo. A ella pareció no importarle, se distraía con las plantas que adornaban el camino, mientras dejaba que su cabello se levantara desordenado con la brisa marina. Desde la llegada de la mujer, el había empezado a sentir cómo un sentimiento de vergüenza engordaba en su interior. Por alguna razón, que ahora le resultaba incoherente, había pensado que esa visita, después de varios años, podía significar el inicio de algo nuevo, algo inexplorado para ambos.
«Démonos una oportunidad, la que no nos dimos cuando éramos más jóvenes. Ven a vivir conmigo, o yo puedo regresar contigo allá, o podemos irnos a otra ciudad, a Miranda quizás. ¡Donde quieras! He crecido, he madurado, ¿no lo crees? Quiero volver a sentir tu cabeza sobre mi pecho mientras duermes, hundirme en el olor de tu cabello, quiero escucharte reír hasta el cansancio...». Algo así tenía planeado decirle él a ella en el momento que considerara adecuado. Y esa marioneta que habitaba en su cabeza, —maniobrada por los dedos de una esperanza famélica, hecha de recuerdos mínimos hinchados por la ficción—, con la que practicaba esos diálogos de teatrino, respondía afirmativamente a todo con sorpresa, pero con alegría. Y mientras aún copulaba con estas fantasías la realidad lo había encontrado desnudo y obligado a despertar de ese sueño añejo con su mazo de carnicería. Ella, la verdadera, no tenía para ofrecerle a él más que una amistad descolorida por el tiempo, deshilachada por la distancia. Él a ella, un sentimiento que había confundido con amor durante años, pero que en algún punto había degenerado en algo corrupto, torcido, que hasta hace poco se había negado a reconocer.
Antes del final del recorrido, ya cansado, él se encontró con una especie de casa hecha de cristal polarizado. Un letrero indicaba que era un santuario para aves. Esperó a que ella lo alcanzara y le propuso que entraran. Ella dudó, incluso pareció molestarse. «Estoy un poco cansada. ¿Por qué no vamos a tomar algo al bar?», propuso insegura. Él, con el malhumor de quien despierta después de un mal sueño, la tomó de la mano y, coqueteando con la violencia, la obligó a entrar. La puerta doble tenía un seguro eléctrico que obligaba a los visitantes a que, una vez que hubieran ingresado, recorrieran el santuario hasta llegar a la salida, a unos treinta metros.
A diferencia del resto de atracciones en el acuario, esta parecía más nueva o mejor cuidada. Los pájaros, con cierta libertad, podían ensayar vuelos cortos de un pequeño árbol al otro, escarbar el suelo húmedo en busca de bichos o brotes y bañarse en una especie de riachuelo que recorría el lugar. El sol entraba por las partes transparentes del techo. «A pesar de todo, sigue siendo una jaula», opinó el hombre. Ella guardó silencio, pero su respiración se volvió algo agitada y él empezó a sentir cómo su mano se humedecía. Solo entonces se dio cuenta de su error.
De nada le había servido guardar todos esos recuerdos, todos esos detalles acerca de la mujer, de su personalidad y de sus gustos durante años. Atontado por la humillación autoinflingida, que por orgullo sufría en silencio, había olvidado que ella odiaba los pájaros, les tenía miedo. Ahora, decenas de aves los rodeaban, de vez en cuando alguna les dedicaba una mirada inexpresiva. «Perdóname, por favor, yo olvidé que...», quiso disculparse. «No importa, ya no les tengo tanto miedo —respondió ella—. Estos no parecen peligrosos, ¿no?». La mujer pareció cobrar valor, aunque un aleteo cercano hizo que se recogiera sobre su propio cuerpo, liberándose de la mano de él. Entonces el hombre quiso rodearla en un abrazo para reconfortarla, pero ella lo detuvo: «Puedo sola, adelántate».
Dudoso al principio, él comenzó a caminar sin ella, aunque cada dos o tres pasos regresaba a verla. La mujer se movía con lentitud; parecía que, a pesar de todo, intentaba apreciar la belleza de los tucanes, los loritos, los pavos reales, todos ocupados en cantar, cuidar de sus nidos, espulgarse y realizar sus cortejos. Él aceleró el paso con la esperanza de que ella también se apresurara, para así poder sacarla del santuario y terminar al fin con todo. Pero poco después se dio cuenta de que lo único que había logrado con eso había sido agrandar la distancia entre los dos. Entonces se volteó completamente con la intención de decirle algo. Un pavo real cruzó por detrás de ella, la hembra se encontraba cerca y el macho estaba con la cola desplegada para atraerla. Durante apenas un instante, las piernas de la mujer cubrieron parte del cuerpo del animal y a él le pareció que el abanico de plumas era parte de su cuerpo. Sonrió ante esa imagen de quimera. Esos cien ojos de plumas parecían estar apuntando su mirada hacia el hombre y a estos se sumaban los dos ojos almendrados de ella. Pero, en realidad, pronto comprendió que estaban viendo más allá de él, traspasándolo.
Con paso más firme, ella avanzó hasta donde estaba el hombre, no se detuvo y continuó hasta la puerta. Él se quedó en la misma posición durante un momento, con la sonrisa estancada, observando la belleza artificial de ese Edén en miniatura, escuchando el cantar repetitivo de las aves y el fluir forzado de las aguas del riachuelo. Hasta que la voz de ella lo sacó de ese estado hipnótico, cuando le preguntó con algo de cansancio: «¿No vas a salir?».