top of page
María de Jesús García Medina

Mucho más cerca de lo que pensaba


Quien quiera entender más, debe jugar más.

-Gottfried Benn


“¿Estás segura? No, no lo estás, ¿por qué tomaste esta decisión?, ¿por qué elegiste ese tema?” me repetía una y mil veces, pero quizá ya era demasiado tarde para arrepentimientos, sólo faltaba una semana para partir al destino de mi primera práctica de campo. No había marcha atrás, no podía cambiarlo todo estando a tan pocos días de irme. No, no podía, pero ese sentimiento seguía creciendo conforme transcurrían los días y se sentía cada vez peor.


Se llegó el día. Después de un largo viaje, estaba pisando al fin tierras poblanas. Cuetzalan del Progreso, un pueblo mágico ubicado en la sierra del estado de Puebla, México, sería el testigo de lo que en ese momento consideraba un fracaso inevitable. Durante los primeros días me impregné las pupilas de sus colores, sus calles, su gente, sus hermosos paisajes, todo me perecía hermoso que casi me hizo olvidar el verdadero objetivo de mi estancia en este lugar y principalmente, el problema al que me tenía que enfrentar.


Después de tres días de conocer el lugar y platicar con algunas personas, era momento de iniciar mi investigación. Pregunté al dueño de la casa donde iba a quedarme hospedada sobre la ubicación de las escuelas de Educación Básica de Cuetzalan y me llevó a conocer las dos más cercanas. Acerca de la primera, sinceramente, no recuerdo ni el nombre, ni cómo llegar a ella y la segunda, la Escuela Primaria “José María Gutiérrez”, fue la escuela en donde realicé mi trabajo.


Con muchos nervios, fui a hablar con la directora de la primaria, la cual muy amablemente accedió a permitirme asistir al plantel durante todo el mes y enseguida me llevó al salón de niños del 4°C. Me presentó con la maestra a cargo del grupo, la profesora Anaí, y le explicó que yo estaría en su salón de clases observando cómo es que se desarrollaba su trabajo. Ella con una sonrisa muy agradable dijo que no había ningún problema, que me esperaba a la mañana siguiente. Saliendo de la escuela me sentía muy feliz, tan feliz que casi olvido mi mayor problema, nuevamente.


Desperté muy temprano y con todo lo necesario me dirigí hacia la escuela media hora antes de la hora de entrada. Aunque la escuela estaba a 15 minutos de distancia del lugar donde vivía, tenía miedo de llegar tarde. La directora me había dejado muy claro que a las 8:05 am la puerta de la entrada se cerraba y después de esa hora ya nadie entraba, sin importar quién se quedara fuera. Llegando a la escuela, como aún era temprano eché un vistazo a la cancha y algunos salones cerca de ella. Cuando sonó el timbre, me dirigí al 4°C y esperé a que la maestra llegara.


Mientras esperaba afuera del salón, muchos niños iban llegando y sólo me miraban, otros me sonreían y yo tenía que responderles de igual forma, ¿no? Una pequeña salió y me comenzó a decir que se había lastimado un labio y que le dolía mucho, luego me contó toda la historia de cómo le había sucedido eso, a lo que en todo ese tiempo yo sólo supe responder: “aaaaaah”, nada más. Sí, al fin llegó la maestra, muy linda me saludó y pude quitarme a esa niña de encima con su historia que ni siquiera había entendido.


La maestra me presentó con los niños y les dijo que yo era “la maestra Marichuy”, ¿yo?,¿maestra de niños? Lo dudo, pensé. En ese salón estaban Aldo, Santy y Belén, niños con memoria a corto plazo, atención dispersa y rezago educativo. El trabajo que yo quería desarrollar era ver cómo es que se daba la Educación Inclusiva dentro de un salón de clases cuando existe una gran diversidad de alumnos, desde sus personalidades hasta las maneras distintas de obtención de conocimientos. El problema de todo esto es que a mí no me gustaban los niños, es más, ni me caían bien. Entonces, ¿por qué había decidido trabajar con niños? No lo sé, ¡¿QUIÉN DECIDE TRABAJAR CON GENTE QUE NI SI QUIERA LE AGRADA?! Lo dije, sonaba a fracaso inevitable.


Los primeros días llegaba a mi casa exhausta y un poco harta de tantos gritos. Me tiraba en la cama y ahí me quedaba en silencio, disfrutando de la paz que me daba la ausencia de cualquier ruido proveniente de seres de menos de un metro y 30 cm de altura. Pero poco a poco me fui acostumbrando, debía hacerlo, ¿no? En el salón era inevitable no reírme de todas sus ocurrencias y fui aprendiendo a entablar conversaciones un poco más largas con ellos, ya que los niños se acercaban a mí todo el tiempo, para preguntarme cosas e incluso regalarme dulces. Sin darme cuenta tenía una amiga, Belén, que no se despegó de mí ni un solo receso.


La segunda semana, la maestra tuvo que salir un rato a entregar unos documentos a otros salones, pero los niños no se podían quedar solos, ¿quién se quedó a cargo? Sí, la “maestra” Marichuy. No tenía ni 5 minutos que la maestra se había ido cuando se acercó a mí una niña para decirme que uno de sus compañeros le había pegado en el brazo. En ese momento mi mente se quedó en blanco, por lo que sólo pude decir: “Mario, no le pegues a tu compañera”. Él asintió con la cabeza y la niña fue a sentarse as u lugar con la mirada hacia el suel. Muy bien, muy bien, lo hiciste bien, ¿no? pensé.


Después de un rato, un grupo de niñas fue a quejarse de uno de sus compañeros de equipo porque no estaba haciendo nada. Nuevamente no supe qué decir y sólo lo miré, me miró y agachó la cabeza. Cuando estaba a punto de resolver la situación con mi increíble aportación de “trabaja con tus compañeras, por favor” me interrumpió Lupita, la jefa del grupo. Les dijo a sus compañeras que se sentaran en su lugar y que si él no quería trabajar que no lo hiciera, pero que si no hacía la actividad no iba a aprender, por lo tanto en el examen no iba a saber resolver el problema y eso afectaría su calificación y podría llevarlo a reprobar la materia. El niño, escuchando a todo lo que se enfrentaría, tomó su libro y comenzó a contestar el ejercicio con su equipo. Quedé impresionada, sin palabras y boquiabierta, vaya forma de resolver las cosas, a mí jamás se me hubiera ocurrido, claro está.


Aldo, Santy y Belén a pesar de ir en 4° apenas estaban aprendiendo a leer, por lo que no podían aún resolver las mismas actividades que sus demás compañeros del salón. Al inicio de cada clase, la maestra juntaba las mesas de los tres para ponerles distintas actividades y yo me sentaba con ellos. Los primeros días les ponía ejercicios y yo sólo observaba y anotaba todo lo que hacían en mi libreta de registro, a veces me preguntaban lo que no entendían y yo les ayudaba o explicaba un poco. Conforme fueron pasando los días, sin darme cuenta fui adentrándome más en mi papel de “maestra”, donde ya no sólo observaba, sino que hacía las actividades con ellos y los motivaba para que las realizaran, ya que tenían problema de concentración y era necesario decirles todo el tiempo que debían realizar la actividad, principalmente a Santy que olvidaba lo que estaba haciendo.


La penúltima semana ya me sabía el nombre de todos los niños, los saludaba emocionada cuando me los encontraba en los recesos y respondía con alegría a sus saludos al llegar al salón y a sus abrazos y besos al término de las clases. Me acostumbré a que me dijeran maestra y la palabra dejó de sonar extraña para mí. Algunos recesos los pasaba divertida rodeada de tantos niños que sin darme cuenta ya sabía el color favorito Kimberly, cuántos hermanos tenía Caro, en dónde vivía José, por qué trabajaba Aldo y que los papás de Ana se estaban divorciando. Ellos me contaban de su vida y yo les compartía un poco de la mía. Sin darme cuenta ya tenía muchos amigos.


Comencé a conocer un poco su forma de pensar y entender que a pesar de ser niños pequeños son muy inteligentes y es necesario decirles y explicarles bien las cosas, de manera que sea significativo para ellos. Un día de mucha lluvia, a la hora del receso nos turnamos los paraguas para poder ir a comprar comida. Mientras algunos esperábamos nuestro turno Ana llegó temblando muy mojada, la tomé del brazo y le dije que por qué no había pedido prestado un paraguas, ella me abrazó y comenzó a llorar. Ana era una niña muy tímida por lo que le costaba relacionarse con sus compañeros, así que les expliqué a todos que hay personas que les cuesta expresarse con los demás, que la entendieran e intentaran acoplarla con ellos, que fueran buenos con ella y a ella le dije que intentara llevarse más con sus compañeros. Después de eso hubo más días de lluvia, pero sus compañeros ya ofrecían prestarle su paraguas o ella lo pedía. Me hizo sentir bien el pensar que quizás Ana ya no se iba a volver a mojar.


Un día llegó el maestro de Educación Especial, él iba a trabajar con Aldo, Santy y Belén un día a la semana. Les comenzó a explicar lo que era una descripción y cómo se realizaba. Después, pidió a Santy que describiera a Aldo, por lo que él dijo: “Aldo es malo”, el maestro le preguntó a Santy que por qué decía que Aldo era malo y él respondió: “es que no me presta sus colores”. En ese momento entendí una parte esencial de los niños; su inocencia y pureza, donde para ellos, dentro de su lógica, una persona mala es aquella que no comparte con los demás sus colores. Principalmente comprendí que yo me había equivocado todo el tiempo y nunca me había dado la oportunidad de tratar de entender la mentalidad de un niño, siempre los había juzgado, desvalorizado y menospreciado.


La última semana, me sentía parte de ellos y ellos me habían aceptado como su maestra. Cuando tenían dudas se acercaban a mí y yo los ayudaba, comía con ellos en los recesos, llegué a calificarles algunas de sus actividades, a darles ideas de cómo hacer algunos de sus trabajos, les dicté un par de veces. Con Aldo, Santy y Belén el apego era aún más grande, todo el tiempo estábamos juntos, la maestra sólo me dejaba las indicaciones de las actividades y yo realizaba todo con ellos. En los ratos libres jugábamos adivinando palabras, esto también como forma de que ellos aprendieran más de una manera divertida. La maestra me mencionó un par de veces que desde que yo había llegado los niños estaban avanzando más en lectura y escritura. Aún no puedo explicar los sentimientos que me generó ese hecho.


Sin pensarlo, me había convertido en maestra. Hubo un día en el que regresé a mi casa sin un solo apunte en mi libreta de registro de campo, no había tenido tiempo de escribir nada, sin darme cuenta estaba asumiendo más mi papel de maestra que de antropóloga. Lo que al principio sonaba tan terrible, ahora era algo que realmente estaba disfrutando. Cuando llegué mi idea era simplemente registrar datos y platicar con los maestros, algunos padres de familia, la directora y quizá un poco con los niños, pero jamás imaginé relacionarme a ese grado con ellos, ya estaba mucho más cerca de lo que pensaba. Y fue en ese momento que me di cuenta de lo que creí siempre imposible, iba a extrañar mucho a esos 24 pequeños.


El último día de clases, al llegar al salón, escucharlos reír y gritar me hizo pensar “no me quiero ir”, pero tenía que hacerlo, también extrañaba Xalapa y todo lo que había dejado ahí, además era parte del trabajo, ¿no? No podía quedarme para siempre jugando a ser su maestra si en realidad no lo era. Después del convivio sorpresa que me hicieron de despedida, el montón de cartas, regalos, dulces, abrazos, besos y lágrimas que me hicieron derramar, me fui, pero desde entonces he sentido que una parte de mí se quedó ahí, en ese salón de clases del 4°C.


Nunca sabes con lo que te vas a enfrentar en tu práctica de campo y más cuando es la primera, pero sin duda alguna la mía me hizo despertar en mí sensaciones y emociones que jamás había experimentado. Aprendí a resolver problemas que nunca me había planteado, a comprender la manera de ser de los niños, a tenerles paciencia, saber escucharlos y principalmente aprendí que regresar a casa con las manos llenas de resistol, significa que ese fue un día bueno.


Espero con ansias mi segunda práctica para volver a verlos y sé que me faltarán manos para abrazarlos a todos.

 

Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
bottom of page