Enemigo público III
Fotografía de Juan Carlos Luna López. (Oaxaca. 2020). Archivo personal.
¿Cómo evitaré ver lo que está ante
mis ojos si no los cierro? 2 y 2 son 4.
—A veces sí, Winston; Pero en otras es 5.
Y hasta, 3. En ocasiones 4, 5 y 3 a un tiempo.
Debes esforzarte aún más.
No es tarea fácil recuperar la razón…
G. Orwell, 1984.
Distraído abrió la palma de la mano y al tomar la taza de café, al instante cayo haciéndose pedazos. Simplemente alcanzó a suspirar. En aquella época ese líquido oscuro era vital. Su sabor duraría un instante y su magia relajaba el cuerpo y la mente, ahora esparcido y absorbido por el piso la mañana se apreciaba gris. Tomó sus papeles, el abrigo de lana gruesa, un par de monedas, billetes y miró la puerta. Por unos segundos se quedó impávido como si tuviera ante él un suceso trascendente. Sin embargo, cruzar la puerta de su morada era una cuestión mecánica, desde la “readaptación” años atrás, lo hacía una y otra vez como un hecho casi religioso.
Atravesaba las calles de pavimento oscuro. Enormes edificios de concreto grisáceo semejaban gigantes que lo devorarían en la bulliciosa avenida llena de carteles, luces y gente gritando. Era tarde y optó por tomar un taxi. Se introdujo al vehículo sin decir palabra. El chofer se sorprendió. Le inquietaba que un hombre de mediana edad tuviera un semblante tan introvertido a pesar de que vestía, en apariencia, como una persona normal, dedicada y formal.
Se quedó mirando al chofer como si hubiera perdido la noción del tiempo y del lugar. ¿señor, a dónde lo llevo? dijo el taxista algo molesto.
Después de unos segundos se activó la mente y le entregó una dirección que ya traía escrita en un pedazo de papel. Solía tener la costumbre de escribir notas y entregarlas a sus semejantes para comunicarse. El psicoanalista que le fue asignado le prescribió que poco a poco a través de mensajes escritos se comunicara con la sociedad, esa que ahora lo acogía como al hijo perdido que fue rescatado.
El viento frio de ese día de invierno le golpeaba el rostro a través de la ventana, le agobiaba estar en lugares cerrados y optó por soportarlo. En la mente un recuerdo tan vívido apareció de sobresalto. Recordó el frio fatal de la montaña y el refugio que aquel invierno encontró en lo alto de un peñasco y fuera del ataque de las fieras nocturnas. Los pequeños manantiales que brotaban del corazón de la montaña, que vinieron a su mente ese mañana y el oscuro vacío que todavía se apoderaba de él, ahora contrastaban con su nueva vida. Mientras escuchaba el ruidoso ir y venir de los autos, cerró los ojos como buscando la quietud.
Descendió de la unidad para encarar un edificio público, moderno en apariencia, sin embargo, viejas prácticas burocráticas y corrupción eran lo usual en los empleos del servicio público. Miró el reloj era casi la hora exacta de entrada, y como si una orden en altavoz se hubiera proferido, diversas figuras casi escuálidas se fueron escabullendo como autómatas hacia la gran marquesina y amplias escaleras que servían de entrada.
Fotografía de Juan Carlos Luna López. (Oaxaca, 2020). Archivo personal.
Su rehabilitación estaba en un punto estable, escribió el doctor en su informe mensual. Recomendó le fuera asignado un empleo fijo y un sueldo estable, además de citas menos regulares con los especialistas que le ayudaron en su recuperación.
Caída la tarde volvió a su casa. Cansado de las tareas del día, alcanzó a tomar un vaso de agua, se duchó y recostó en su modesto sillón. Recordó que tenía que tomar un par de pastillas, eran necesarias, pues le ayudaban a evitar los sueños que todavía tenía como resabios de su vida pasada. No obstante, guardaba un secreto, cada vez más la poderosa droga prescrita le hacía menos efecto. En una ocasión a pesar del consumo de los relajantes un súbito sueño lo hizo regresar en el tiempo. Se trataba de un episodio de supervivencia de tantos que tuvo. El sueño describía el suceso que a continuación se relata.
Sentado en su refugio revisaba sus víveres y contemplaba una larga piedra de obsidiana que le servía de cuchillo, además de un grueso callado a modo de lanza que en un extremo acababa en punta, objetos que de ser encontrados en su poder por los hombres libres darían cuenta de su vida. Tomó el oscuro y reluciente cuchillo y sintió deseos de entregar su vida a un precio muy alto. Esa noche descansó más seguro y dispuesto a levantarse muy temprano para buscar alimento y agua. No se imaginaba que un grupo de cazadores rondaba ya muy cerca de la montaña.
Temprano cuando apenas la oscuridad se disipaba, un terrible rugido le hizo despertar violentamente y alarmado se levantó rápidamente. De entre sus capas inmediatamente cogió el cuchillo y la lanza y se quedó quieto, en espera de la fiera. No pasó nada, otra vez volvió a escuchar el aterrador rugido y dedujo que se trataba de un puma. La ansiedad se iba acrecentando hasta que decidió salir de la cueva; lo que le costaría la ventaja de la sorpresa. Sin embargo, tenía que arriesgarse.
Se dio cuenta que el rugido provenía más allá de un pequeño peñasco cubierto por matorrales, y con mucho cuidado se fue acercando al lugar. Al avanzar procuró cerciorarse que la fiera no lo atacara desde lo alto de un árbol. Escuchaba más cerca los rugidos. Sintió un enorme deseo de salir corriendo tomar sus pocas provisiones y huir inmediatamente, pero algo dentro lo impulsaba.
Finalmente, y tras una peña fue descubriendo a un magnífica e intimidante fiera, que se retorcía de ira, pues estaba atrapada entre las redes que habían dejado la noche anterior los hombres libres. El animal miró al enemigo público con la furia incontenida de la impotencia, pero él no se inmuto. Y pensó que aquella bestia era en cierto modo igual a él. Quiso poder cortar las redes y liberarlo, pero sabía que la fiera lo atacaría de inmediato sin muchas probabilidades de sobrevivir a ello. De pronto, se sobresaltó al escuchar ladridos de perros. Con un movimiento rápido empezó a correr hacia el refugio, ya que los cazadores no tardarían en llegar al lugar y los perros rastrearían su presencia.
Llegó desesperadamente a la cueva, tomó lo que tenía y salió en dirección opuesta a los ladridos que ya se escuchaban cerca. Corría y se resbalaba, se levantaba, saltaba obstáculos y seguía corriendo. Su rostro angustiado le hacía asemejarse a una sabandija huyendo de un gigante. Llegó a la orilla de un riachuelo donde se dobló y tosió ostentosamente. Sudaba mientras con la mano izquierda llevaba el vital líquido a la boca. No pudo seguir más tiempo ahí, pues tenía que moverse. Se metió al agua que estaba helada y continuó avanzando trabajosamente. No tenía otra alternativa ya que media docena de hombres armados llegaron al lugar del puma.
Se percataron que había huellas de alguien y los perros corroboraron la sospecha. Tres de ellos los hostigaron a buscar el rastro, e inmediatamente tomaron una dirección seguidos de los cazadores. Avanzaban con la emoción de poder alcanzar al enemigo público. Se dieron cuenta que se trataba de un renegado por la evidencia que también encontraron en la cueva. Mientras cortaba el cartucho de su arma, una sonrisa maliciosa se dejó ver en uno de ellos.
— No debe ir muy lejos el maldito. Le decía al otro.
Los perros seguían el rastro cada vez más fuerte. No muy lejos de ahí, el enemigo público se percató que ya lo seguían, y avanzó más a prisa con la esperanza de perderlos en el arroyo. El cansancio empezaba a poner en evidencia su maltrecho cuerpo. Los perros llegaron finalmente al arroyo donde empezaron a ladrar en varias direcciones. Los cazadores enfurecidos los maldecían. Enseguida uno de los caninos descubrió el rastro. Todos a una empezaron a avanzar hacia su presa. Más adelante el enemigo público salió del agua y empezó a escalar una empinada ladera.
Si lograba llegar a la cima, los perros no podrían subir ni seguir el rastro y si bien los hombres libres pudieran escalar, éstos no lograrían encontrarlo sin sus guías. Los ladridos eran más fuertes y se escuchaba el murmullo de los cazadores hostigándolos. El peligro de caer era demasiado y esto implicaba su fin. Despeñar y posteriormente ser mordido mortalmente, luego ser atrapado como trofeo y llevado a un lugar donde los hombres libres lo encarnecerían y luego, tal vez lo matarían o esclavizarían.
Los cazadores sabían que se encontraban cerca del enemigo público. Uno de ellos casi sonreía por la aventura de darle caza. Levantó la mirada, y a lo lejos en lo alto de la ladera pudo ver algo que se movía entre los helechos que pendían de la pared. Preparó su arma y se acomodó a tiro. Estaba bastante lejos para acertar, pero se animó. Un disparo como un relámpago contrastó con la belleza natural de la montaña, pero afortunadamente para el enemigo público, éste hizo blanco a una distancia muy cerca de su cuerpo.
Sintió impotencia en su alma, pues quiso poder morir luchando cuerpo a cuerpo con sus enemigos. Los otros dos hombres prepararon sus armas disponiéndose a hacer blanco. Pretendían solamente herirlo en las piernas para que éste cayera. No deseaban matarlo todavía, ya que pensaban llevarlo al campamento y divertirse con el desdichado, luego lo matarían y colgarían de un árbol para que las fieras de la noche devoraran su cuerpo.
El sueño terminaba ahí.
Quimeras como esta lo agobiaban continuamente. Aun así, cuando los doctores lo interrogaban siempre asentía con la cabeza el progreso de su recuperación. Años atrás cuando fue elegido para rehabilitación, el láser al que se sometió, borraron las marcas de la ignominia que su cuerpo atestiguaba, sin embargo; la memoria y la conciencia como entes abstractos no pudieron suprimirse en él.
Alguna vez dedujo que las hordas de hombres libres que pululaban en la gran ciudad, habían perdido la memoria y la autoconciencia de su identidad como entes abstractos.
Temprano al día siguiente bebió la ansiada taza de café. El consuelo, su tesoro, la esperanza, contenidas en el reflejo de un cálido líquido oscuro. Deseó que ese instante durara toda la vida. Volvió en sí, después de todo había vuelto al hogar. El precio a pagar era muy alto: la continua destrucción de su autoconciencia.
Comprendió entonces, ese mañana parado frente a la puerta, que la moneda lanzada al aire tenía que ser atrapada tarde o temprano por la tenacidad de su mente. Parte del entorno le correspondía a él y ni médicos, ni especialistas, ni la sociedad podían quitarle el derecho a decidir por sí mismo esa parte de su existencia, ese ínfimo reducto de la conciencia.
Se dijo para sus adentros: la moneda no pueda caer y rodar como la vacilante vela que en medio de la tormenta[1] se sujeta a un destino indescifrable.
Días después fue diagnosticado como una anomalía. Aislado de sus semejantes emprendió la travesía.
[1] Metáfora contenida en la Tercera Tradición de A.A. Véase “Doce pasos y doce tradiciones”. Copyright 1952, 1953, 1981 por A.A. Novena impresión 2015.
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