Migración en familia: autoetnografía entre la niñez y la adolescencia
I. Introducción
A través de este texto narraré un suceso importante de mi vida que trajo consigo consecuencias emocionales que en la actualidad repercuten en mi identidad, construida desde los andamios de la migración. Para lograr este propósito me apoyaré en la autoetnografía, una técnica derivada de la antropología en donde según Reed Danahy, existe una autorreflexión del ser,
combinada con un estudio del grupo o cultura, es decir etnos, que se lleva a cabo a través de una investigación como proceso de descripción, por medio de grafos o sea escritura y que vincula el nivel personal de introspección no solo con la antropología y la sociología pero también en la literatura para ser transmitido a un nivel universal (citado en Montero-Sieburth, 2006: 2-3).
Algo distintivo entre la autoetnografía y el texto científico es la escritura en primera persona, la cual posibilita un ambiente empático entre el escritor y el lector al dar cuenta de las experiencias y puntos de vista del etnógrafo desde una narrativa íntima. Por otro lado, la descripción densa será de utilidad para detallar el fenómeno de la migración desde la introspección, es decir, desde la experiencia de una migrante de segunda generación.[1] Ya que yo no me fui ni llegué, pero viví la migración de un integrante de mi familia, mi padre, quien salió de casa en busca del sustento económico, lo cual tuvo un impacto en mi conducta.
De esta manera, en un combate conmigo misma, la autoetnografía es igual a un arma blanca, ideal para desgajar un tema de mi vida que me ayuda a comprender por qué mi comportamiento cambió a raíz de una situación que sobrepasa el drama familiar, consecuente del contexto nacional difícil en términos económicos, sociales y políticos en los que pasé gran parte de mi niñez y adolescencia, el cual no dista mucho del de las familias mexicanas de hoy en día.
La autoetnografía se encuentra ligada al trabajo cualitativo, lo que permite al autor relacionar sus experiencias con el entorno en donde fueron producidas. Al respecto, para Hayano “la autoetnografía se aplicaba al estudio de un grupo social que el investigador consideraba como propio, ya fuera por su ubicación socioeconómica, ocupación laboral o desempeño de alguna actividad específica” (citado en Blanco, 2012: 172).
Por consiguiente, el presente trabajo me permite, además de mostrar una parte de mi vida como individuo, hacer ver al lector esta descripción como una herramienta para conocer y comprender –en cierta forma- el fenómeno de la migración no desde quien realiza el viaje, sino, de quien espera el retorno.
II. Cruce de migrantes
De acuerdo con Romo y Hernández (2017: 13), “el número de migrantes internos [en México] ha pasado de 3.48 millones en el quinquenio 1985-1990 (sólo consideraba interestatales), a 5.9 millones en 1995-2000, 6.6 millones en 2005-2010 y 6.4 millones en 2010-2015”, lo cual indica que es una mínima la baja de movimientos migratorios dentro del territorio mexicano entre los últimos dos quinquenios registrados.
La migración marca una parte de mi infancia y adolescencia, presentándose en diversas ocasiones, volviéndose así una piedra de toque para comprender mi vida y la de mi familia. El concepto de migración ha sido bastante abordado y reconocido como el traslado de un lugar a otro por un tiempo determinado. Sirva de ejemplo la definición de Ruiz (2002: 19), quien enuncia lo siguiente: “por migración entendemos los desplazamientos de personas que tiene como intención un cambio de residencia desde un lugar de origen a otro de destino, atravesando algún límite geográfico que generalmente es una división política administrativa”.
Entre las razones principales por las que emigra la población sobresale la situación forzada por la búsqueda del trabajo, según el INEGI (2010) un 67.8% de los mexicanos se mueve precisamente por la falta de oportunidades laborales en el país. Precisamente, esta descripción concuerda con la historia que voy a narrar. Fue en el 2000, año de elecciones presidenciales en México: Francisco Labastida (PRI), Vicente Fox Quesada (PAN) y Cuauhtémoc Cárdenas (PRD) eran los contendientes. Al final de la jornada, el candidato del PAN fue el elegido para portar la banda presidencial, propiciando una derrota histórica al PRI tras siete décadas al frente del poder.
En ese momento, mi familia y yo vivíamos en Bahías de Huatulco, un Centro Integralmente Planeado (CIP) creado por el Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) en el año de 1985.[2] A pesar de la proclamación de la llamada “transición política nacional”, a escala estatal y municipal el partido tricolor mantenía con vida su política de la mano de personajes como José Murat (Oaxaca) y Jorge Sánchez Cruz (Santa María Huatulco, Oax.).
Mis recuerdos de Bahías de Huatulco en los noventa son de un espacio análogo a un poblado pequeño y muy joven, prometedor –por formar parte del plan de Fonatur- de bienestar económico para sus habitantes. Sin embargo, en mi hogar esta promesa no rendía frutos; con apenas siete años tenía que aceptar o resignarme a la idea de que mi padre (con quien guardo un profundo lazo) se tenía que ir para que pudiéramos sobrevivir y ofrecernos “algo mejor”. En ese tiempo desconocía que eso era migrar y que en varias partes del mundo muchas personas lo hacían, al igual que en nuestro caso, por necesidad.
La migración es un acontecimiento tan antiguo como la propia historia, el hombre comenzó a migrar desde el primer momento en que se enfrentó con la necesidad de buscar más y mejores oportunidades de vida, es un hecho tan común en el ser humano que se puede decir que es parte de su naturaleza (Guzmán, 2005: 6).
No obstante para mis progenitores el término de migración no era nuevo. Cabe señalar que antes de que mis padres se conocieran, ambos ya habían migrado por primera vez en 1988 a Bahías de Huatulco, dejando así su lugar de origen y a sus familias. Mi mamá con tan sólo diecisiete años dejaba el estado de Guerrero para hacerse cargo de ella misma y así quitar un gasto a su madre (una mujer viuda y con siete hijos por mantener). Mi papá, en ese entonces de dieciocho años, también tomó la decisión de cambiar de residencia, sin embargo, a diferencia de mi madre, él lo hizo por gusto. En Huatulco los dos se introdujeron en los servicios turísticos.
Mi padre cuenta que el cambio de territorio no fue tan duro, pues anteriormente vivía en Puerto Escondido, Oaxaca (a dos horas de Bahías de Huatulco). Al contrario de mi madre, quien venía proveniente del estado vecino, a unas diez horas de viaje en carretera aproximadamente. Después de instalarse en el CIP-Huatulco, mi padre migra por segunda ocasión en 1990, esta vez su destino fue Estados Unidos de América y el propósito del viaje era buscar bienestar económico para su familia (padres y hermanos). Su estancia en este país fue corta.
Los trazos migratorios que van haciendo mis padres van mostrando una tipología de este fenómeno, en el caso de mi padre al menos puedo decir que pasa de un movimiento interno a uno externo, convirtiéndolo en un migrante internacional. [3]
A principios de 1992 mi papá estaba de regreso en Huatulco, y en ese mismo año él y mi mamá deciden iniciar nuevamente su relación, esta vez para vivir juntos como pareja. La situación en un principio parecía buena, para 1993 había nacido yo (su primera hija) y en 1996 su segundo hijo (mi hermano). Anduvimos durante cinco años y medio rentando de cuarto en cuarto hasta que a mediados de 1999 nos entregaron por fin una pequeña casa en un nuevo fraccionamiento en el sector U2 (actualmente todavía vivimos en ella).
No imaginábamos que casi un año después nos toparíamos con la sorpresa de que mi padre había tomado la decisión de emigrar nuevamente. Ésta sería la primera de cuatro veces. Por esa razón mencionaba en párrafos anteriores la importancia de la migración en mi infancia y adolescencia. Dicho acontecimiento hizo que tuviera un comportamiento diferente, tanto en mi casa como en la escuela, comenzaba a aislarme de los demás y de cierta manera me convertí en una persona tímida, insegura, miedosa y confundida tanto en sentimientos como en pensamientos, todo esto a causa del distanciamiento forzado –por necesidad económica- con mi padre. [4]
3. Migración, desilusión y problematización
Cuando mi papá decidió irse a Cancún (Quintana Roo) [5] para mejorar nuestra vida, yo tenía siete años y mi hermano cuatro. Quizá para mi hermano en esa ocasión fue menos duro, a su edad no tenía mucha noción de la carga emocional de esa decisión. Eso no quiere decir que yo sí, pero, ya tenía recuerdos más claros de mi padre y por ende, siento que fue más doloroso para mí. Mi mamá también estaba afectada, ahora se las arreglaba sola para estar al pendiente de nosotros en la casa y aparte para trabajar. En ocasiones procuraba que el dinero nos rindiera y cuando eso no sucedía, sacaba préstamos y se endeudaba con instituciones financieras, comúnmente destinadas a abarcar clientes con el perfil de madre soltera.
Antes de partir, mi padre me prometía regalos –muñecas, juguetes y ropa- con el propósito de detener mis lágrimas. Además, me decía que volvería pronto, y que si las cosas salían bien, juntaría dinero para llevarnos con él a Cancún. Esta última promesa jamás la cumplió (a mí me hubiera encantado conocer ese CIP que con tantas anécdotas nos describía mi papá).
Mi mamá comenzaba a platicar con mi hermano y conmigo (ella también estaba muy afectada por la decisión de mi padre), comentaba como algo necesario: irse, porque en Huatulco ya no había suficiente trabajo y los pocos restantes eran mal pagados, “esta decisión se toma para poder sobrevivir”. Yo pensaba que aquí lo teníamos todo (casa, salud, amor, escuela, agua y luz), para mí, eso era lo necesario para existir-vivir, pero estaba muy equivocada, porque para tener acceso a eso se necesita “plata” (como le decía mi papá al dinero). No basta con llenar el estómago de promesas, ni la mente con sueños, ni ir a la escuela únicamente con las ganas de una supuesta “superación” para salir de la pobreza, si no tienes proteínas en el cerebro, si no gozas de buena salud, sin una vivienda estable, segura y con todos los servicios básicos, será muy difícil lograr lo que te propones –aunque el mito de Juárez ilustre anecdóticamente lo contrario-.
El apoyo de mis tías (hermanas de mi madre) fue indispensable tanto económica, moral y físicamente. En ocasiones ellas se encargaban de nosotros (mi hermano y yo) cuando mi madre iba a trabajar. Mi padre y yo compartimos muchos gustos, por esa razón, fue muy triste sepárame de él. Luego de su partida, busqué una conexión entre los dos, algo que nos uniera sentimentalmente mientras esperaba su regreso. Después de la migración de mi padre, me gustaba ir a la playa con mi mamá y hermano, en ese lugar tuve sentimientos encontrados: felicidad y tristeza al mismo tiempo y dentro del mismo cuerpo. Visitar ese lugar –cualquier playa- me traía recuerdos de aquellos momentos en los que estábamos juntos, por ejemplo, recordaba mis primeras clases de natación impartidas por él; siempre ha tenido un gusto muy grande por la naturaleza, el mar y el campo (mi papá dice que él nació para vivir en el campo, su sueño más grande es tener un pequeño rancho al lado de un rio con muchas plantas y algunos animales de granja).
En ese mismo tiempo, lidiaba con la escuela y mi situación emocional. La primera vez que mi padre se fue pasamos momentos difíciles, era entonces cuando mi mamá intentaba sacarnos una sonrisa y nos llevaba al parque. Mi hermano con su bicicleta y yo con mis patines, hasta que uno de esos días, para mi desgracia, se me ocurrió cruzar un pasamano del cual caí. Me fracturé el brazo derecho. Cursaba el segundo grado de primaria y ese accidente me trajo problemas en la escuela. Comencé a escribir con la mano izquierda, mis calificaciones bajaron en caída libre –como yo del pasamano-, dejé de participar en clases (no es que no me gustara sino que ya no podía alzar la mano), entre otras cosas.
Otro problema al cual se enfrentó mi madre fueron las contantes enfermedades que padecía mi hermano. No teníamos seguro médico y mi mamá gastaba todo el dinero en doctores particulares. A mediados del 2002 mi padre regresó; había juntado algo de dinero para construir dos pequeños cuartos en mi casa. Cuando él llegó mi hermano y yo corrimos a abrazarlo, ese día no me le despegué ni un instante. Él me trajo unos collares de conchas de mar y a mi hermano un Play Station (videojuego).
Ahora reflexiono sobre esos regalos y encuentro en ese acto una relación sobre la concepción del género a través de los mismos objetos, es decir, a mi por ser mujer me regalaron unos collares, este objeto adorno, el cual me adornaría, a mi hermano en contraste y por pertenecer al género masculino se le obsequió un juego de entretenimiento, de ocio.
Volviendo al tema de la migración y mi padre, su segunda vuelta a Cancún fue en el 2003, para ese entonces ya había pasado a cuarto de primaria. En este periodo enfrenté una situación de baja autoestima debido a los comentarios de mis compañeros acerca de mi físico. Todo el tiempo me cuestionaban por mi delgadez, incluso llegaban a preguntarme si yo era una anoréxica –en ese año el tema estaba en boga-. Mi mamá me sugería no prestar atención a esos comentarios, sin embargo, a veces una palabra puede causar mucho daño.
En otro asunto, a mi papá le estaba yendo muy bien en su trabajo. Él laboraba como mesero y barman en los hoteles, en donde juraba, había muy buenas propinas. Cada vez que se iba, su preocupación más grande era la de encontrar pronto un trabajo para poder alquilar un cuarto en donde pudiera quedarse. Mientras encontraba un trabajo buscaba a sus amigos y ex compañeros de la región, con los que se había ido la primera vez a Cancún, para pedirles posada durante algunos días.
Por otro lado –en Huatulco- me encerraba en mi cuarto o me ponía a escuchar música, descubrí durante esa etapa que me gustaba el olor a cigarrillo, pues me recordaba mucho a mi padre y me provocaba sentirlo cerca. Cuando él estaba en casa, en ocasiones me mandaba a la tienda por una cajetilla de cigarros, aún recuerdo las marcas (Malboro rojo o blanco, Camel, Delicados, Palmer, Boots, etc.). En ocasiones esa memoria olfativa lograba que mis ojos se llenaran de lágrimas cuando percibía un aroma a cigarro, por consiguiente lo único que deseaba era ver a mi padre, abrazarlo y decirle cuánto lo quería, esto nunca se lo conté a mi madre porque ella rechazaba verlo fumar y el olor a nicotina le producía nauseas.
¡Navidad y año nuevo! eran las fechas más tristes para mí. Muy pocas veces pasamos una cena juntos, esos días eran de mucho trabajo para él, lamentablemente eso es algo muy común en la hotelería. Sin embargo, nos resignaba convivir con él unas cuantas horas después de la cena, tarde pero llegaba. Evidentemente esto no ocurría cuando estaba en Cancún, era peor, a veces hablábamos por teléfono con él hasta uno o dos días después de las festividades decembrina.
La religión era algo muy particular para mi familia, mi madre siempre ha sido una creyente católica y quizá por eso nunca externó con nosotros sus preocupaciones, ya que había momentos de oración en donde encontraba consolación, sobre todo, en esos instantes de apartamiento. Por mi parte yo rezaba por él, pedía porque nada malo le sucediera y me ponía a pensar en cómo la estaba pasando, tal vez estaba con mucha hambre después de tanto trabajar o se sentía en soledad. En algunas ocasiones, cuando hablábamos por teléfono, yo le decía cuánto lo quería y que lo necesitaba, él se ponía a llorar conmigo, cada quien detrás de la bocina. En mayo del 2004 iba a hacer mi primera comunión, estaba muy emocionada y triste a la vez, ese era un momento especial, toda mi familia acudió a mi casa para festejar el acto religioso, excepto mi papá.
Febrero del 2006, mi padre –de vuelta en Huatulco- había estado desempleado durante dos meses y medio; a veces, le salía una que otra “chamba”, pero no era suficiente. Mi mamá vendía alimentos en una escuela primaria, apenas y sacaba lo suficiente para vivir al día .Yo ya había entrado a la secundaria, una nueva etapa de mi vida estaba por venir. A mi papá le plantearon irse a los Estados Unidos: esa propuesta no nos gustó para nada. Intentamos convencer a mi padre de que no lo hiciera, sugiriéndole la opción de regresar a Cancún, pero el trabajo allí había bajado. Por ese motivo, emigrar era la mejor elección; además de la necesidad, otra cosa que lo motivó a tomar esa decisión fueron las anécdotas “impresionantes” contadas por familiares y amigos acerca del país vecino. Según Franco (2012) “las personas emigran en busca de mejores niveles de vida, de zonas de escasas oportunidades económicas a zonas con mejores expectativas” (p.14), ya sea, cercanas al lugar en donde radican o lejanas, en el extranjero. Así, los fenómenos de migrar y emigrar se van modificando constantemente a partir de las acciones emprendidas por los sujetos, quienes se desplazan con diversos propósitos.[6]
Vastos contingentes de la población se desplaza fuera de sus países de origen, buscando trabajo en otras economías más desarrolladas (en buena medida, sin cumplir los requisitos legales). México no es la excepción en este aspecto: de hecho, esto ocurre en ambos sentidos, como expulsor de manos de obra, y al mismo tiempo como receptor de migrantes de otros países, una parte mayoritaria de ellos centroamericanos. Entre 2000 y 2005, cerca de 2 millones de mexicanos abandonaron su tierra natal en busca de mejores oportunidades de empleo en Estados Unidos. (Padirnas, 2008, p. 7)
El revuelo por el asunto de la migración crecía, la propuesta era más delicada, pues ya no se trataba de moverse dentro del mismo estado o territorio, el próximo reto era trasladarse a otro país, lo cual, nos parecía muy arriesgado, debido a las noticias que salían en televisión nacional con López-Dóriga y Alatorre. Evidentemente es en ese momento cuando se vuelven más reales las historias presentadas en la televisión, los periódicos, y demás medios de comunicación, los testimonios de las personas que frustraron su “sueño americano” y terminaron siendo deportados, víctimas de agresiones por agentes fronterizos e incluso por otros compatriotas, y en el peor panorama, de quienes ya no pudieron contarla.[7]
Años después, en la universidad, conocí un documental llamado La Bestia (2010), donde se aborda la difícil situación por la cual pasan los inmigrantes centroamericanos en búsqueda del “sueño americano”. Cuando miré la cinta, sentí el miedo, la angustia, el coraje y la tristeza, al saber que en México, como en otros países vecinos del sur, el bienestar de sus habitantes es lo más inestable, quienes, por necesidad económica arriesgan su vida colgados de un tren, y peor todavía, sufren violaciones contra su persona a manos de los mismos mexicanos a través de civiles, de instituciones o de grupos delictivos. Volviendo al documental puedo decir que el día que lo vi sentí coraje e impotencia, me hizo recordar la pesadilla vivida el primer día que mi papá partió a los Estados Unidos, en condiciones similares a las personas retratadas en la pantalla.[8]
Antes de partir, mi padre consiguió dinero prestado con uno de sus hermanos. Él, junto con otra vecina y su hija, una niña de aproximadamente dos años, se iban a ir “al otro lado”. Ellos dos atravesarían la frontera por el desierto, la niña lo haría por los cielos. Todo estaba listo: la mochila, la ropa, los alimentos, el dinero y el “coyote”[9]. El coyote era un primo de mi padre, éste les había prometido cruzarlos lo más rápido y si no lo lograban, al menos a mi papá, le devolvería su dinero.
Así pues, conforme iban pasando los días y llegaban a cada estado (no sé por cuántos pasó) mi padre procuraba comunicarse con nosotros para menguar la preocupación. Mientras él hacía esto, ya había tenido dos intentos fallidos por cruzar la frontera. Fue entonces cuando nos llamó y nos dijo que el dinero ya se le estaba acabando y que sólo lo intentaría una vez más. Y efectivamente, ese fue el último intento porque la “migra” (policía fronteriza) los atrapó. El grupo estaba escondido en una casa, el coyote huyó y mi padre fue el último al que agarraron.
Los de la migra pensaron que él era el coyote, por consiguiente lo detuvieron y le quitaron sus pertenencias; posteriormente lo trasladaron a unas cárceles especiales para los inmigrantes. Querían llevarlo a un proceso penal para imponer cargos por cruzar ilegalmente a personas a los Estados Unidos de Norte América.
En mi casa no supimos de él durante casi medio mes. Mi madre estaba muy preocupada, se soltaba a llorar, mi hermano y yo la pasamos muy mal, teníamos miedo por él. En la televisión se hablaba de situaciones peligrosas que les podían ocurrir a las personas que intentaban cruzar la frontera, temíamos por su vida. Además, nosotros atravesábamos una situación económica dura, el dinero se estaba acabando.
Mientras tanto, mi papá se convirtió en una “especie” de testigo protegido por los EU. Él se declaró inocente ante las acusaciones, pero por supuesto no ayudó a la policía con las investigaciones, pues, mintió para no involucrar a su primo. Mi mamá comenzó a averiguar si el consulado mexicano podía ayudarle a dar con el paradero de mi padre. Hasta que por fin recibimos una llamada de él. La angustia bajó, pero la espera continuaría quince días más. En esa fecha estaba por cumplir trece años, lamentablemente no hubo celebración, nadie tenía ánimos ni tampoco había solvencia económica para eso. Ni siquiera partimos el tradicional pastel, por el contrario el ambiente era desventurado. A falta de dinero en casa, yo le ayudaba a mi madre cocinando postres para vender.
Cuando por fin liberaron a mi padre y llegó a casa lo recibimos con alegría, recuerdo haberle hecho un dibujo. No obstante, esa experiencia me hizo abrir los ojos, comencé a interesarme por el tema de los inmigrantes, leyendo y buscando información sobre cómo ayudarlos.
Para el 2007 un nuevo integrante llegó a la familia, mi hermano menor –por supuesto, él no conoce muchos detalles de la migración/emigración de mis padres-.
En el 2010 nuevamente y por última vez mi papá viajó a Cancún, para ese entonces tenía 17 años. Ya me había adaptado a esta situación. Ese distanciamiento fue más corto, únicamente duró 5 meses. Conforme fui creciendo comencé a tomar el papel que le tocaba a mi madre: cuidar de mis hermanos y mantener orden en mi casa.
4. El fantasma de la migración
Como hija de padres migrantes viví momentos de inestabilidad emocional principalmente, misma que se manifestó en crisis depresivas, incertidumbre, miedo y aislamiento. Me volví insegura ante todo. Comencé a apartarme de los demás, para mí fue difícil por un tiempo hacer amigos, lo que más me importaba era tener a mi padre de nuevo con nosotros. En mi caso la situación del migrante trajo un cambio radical en cada integrante de mi familia. Por ello, concibo a la migración como un acto integral que afecta tanto al que lo efectúa como a su círculo más cercano.
Describir parte de mi vida utilizando la autoetnografía me ayudó a ver a un problema personal desde lo social. Esta autorreflexión se construye a partir de mis experiencias como hija de migrantes, en especial desde el caso de mi padre, quien en términos sociológicos migró por movilidad social, este concepto “se refiere a los cambios que experimentan los miembros de una sociedad en su posición en la distribución socioeconómica” (Vélez, Campos & Fonseca, 2015, p. 2), es decir, mi padre buscaba una mejor posición económica para ofrecernos los recursos necesarios para el bienestar familiar.
En mi familia esta situación nos unión más, gracias a que la figura materna siempre estuvo ahí. Mi madre fue el pilar que nos brindó apoyo y amor, nos hizo sujetos más reflexivos. Maduré más temprano que algunos de mis compañeros. La toma de mis decisiones las hacía a partir de mi experiencia –como hermana mayor y madre de mis hermanos-.
En suma, me introduje en el mundo de la migración al sentir empatía con las personas que vivían experiencias similares a la mía. Me identifico con las familias de los migrantes, compartimos sentimientos, pensamientos e ideas. Y es ahora cuando me doy cuenta de que acepto el papel de migrante/inmigrante en mi país, ya que en el contexto en el que me desarrollé es uno en donde el Estado –rebasado por el mercado- no ve por todos los ciudadanos igualitariamente. Frente a una crisis social histórica quebrantamos la ley y exponemos nuestra vida, la propia libertad y a la familia ante contextos menos favorables.
En la actualidad, pese a las políticas migratorias que criminalizan al ilegal como un delincuente y a las declaraciones de su máximo representante, el actual presidente Donald Trump, el movimiento migratorio sigue siendo una realidad constante, una con la que sueñan los menos favorecidos, los de la periferia.
[1] Son los descendientes de personas que inmigraron en el pasado y que nacieron en el estado de acogida.
[2] Talledos (2002) realiza un análisis geográfico-político de la creación del CIP-Huatulco en donde da cuenta de los actores sociales y políticos que influyeron en la intervención de este espacio.
[3] De acuerdo al Glosario sobre migración, la migración internacional es un “movimiento de personas que dejan su país de origen o en el que tienen residencia habitual, para establecerse temporal o permanentemente en otro país distinto al suyo. Estas personas para ello han debido atravesar una frontera” (2006; p. 40).
[4] La separación familiar es un tema abordado por López (2009) en su trabajo El costo emocional de la separación en niños migrantes: un estudio de caso de migración familiar entre Tlaxcala y California, en donde remarca las consecuencias de la separación familiar y los efectos psicosociales en los niños y adolescentes tras el abandono por parte de los padres, quienes por la desestabilidad económica se ven orillados a trasladarse a nuevos territorios.
[5] Cancún fue el primer Centro Integralmente Planeado (CIP), aprobado durante el mandato del presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Para mayor información sobre el desarrollo del proyecto CIP se recomienda leer el texto Los centros integralmente planeados (CIP’S) en México (2015).
[6] En años recientes, la Secretaría de Relaciones Exteriores (2017) dio a conocer que se registró a 11 848 537 personas viviendo en el exterior de México, de las cuales un 97.21% radicaba en el país vecino del norte.
[7] El medio nacional Excélsior (2019) dio a conocer que durante el 2018 se registró la muerte de “cerca de 400 migrantes indocumentados” quienes perdieron la vida al intentar cruzar de forma ilegal la frontera de Estados Unidos, esto según el reporte presentado por el Proyecto Migrantes Perdidos.
[8] En la década de los ochenta, los investigadores mostraron interés por los fenómenos de la emigración ilegal desde los países del Sur hacia los de la periferia. Una investigación que describe estos aspectos fue hecha por Cornelius & Aguayo (1978), quien argumentaba que en 1975 más de la mitad de los extranjeros ilegales en Estados Unidos provenían de México.
[9] Es la denominación que se le da a la persona que ayuda a pasar a los indocumentados a un territorio extranjero a cambio de dinero.
Referencias
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Cornelius, W. & Aguayo, S. (1978). La migración ilegal mexicana a los Estados Unidos: conclusiones de investigaciones recientes, implicaciones políticas y prioridades de investigación. Foro internacional, 18(71), 399-429. Disponible en https://forointernacional.colmex.mx/index.php/fi/article/download/795/785
Excélsior. (2019). Casi 400 migrantes murieron en 2018 intentando cruzar la frontera con EU (Excélsior). Disponible en https://www.excelsior.com.mx/global/casi-400-migrantes-murieron-en-2018-intentando-cruzar-la-frontera-con-eu/1287893
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